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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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NO HABÍA muchos edificios públicos en la Puebla de Ponferrada, entonces, en los años 60. Tal vez solo el cuartel de la Guardia Civil y la Falange, ambos en la avenida de España. Pero esos lugares eran irreales para un adolescente soñador; yo no reparaba en ellos. Pero no me sucedía lo mismo con la casa de la calle Ave María 11, esquina con República Argentina. Allí estaba la emisora de Ponferrada, la única, y esa circunstancia convertía el lugar en prodigioso, había hombres y mujeres que hablaban por la radio. Que producían cada día el milagro de contar cosas y que les escucharan incluso en los remotos lindes comarcales. Todo eso, que tal vez era poco, a mí me parecía la ONU. En esa casa, además, estaba la biblioteca pública. La única que había. Muy pequeña y limitada, de horario reducidísimo. Pero con sus pocos miles de libros, que yo miraba y pedía, leía y devolvía. Creo que devolví todos.

Otra planta era para la organización juvenil del régimen. Allí íbamos a ver la televisión, a charlar, a participar en cursos donde aprendíamos marquetería, nociones de topografía, cosas así. Y donde hacíamos murales llenos de fotos del Bierzo, de montañas nevadas y banderas al viento. Yo entonces no sabía nada de política, pero cuando me enteré de ciertos hechos, dejé de ir a aquel lugar, a los 14 años. Eso sí, guardo el mejor recuerdo de aquellos hombres que nos enseñaban cosas. En realidad, no había adoctrinamiento político. Allí se hablaba de excursiones, de atletismo, de deslizarse con mosquetones por el alto Valdueza.

Esa finca tuvo muchos usos, perdurando la emisora, hasta su cruel desmantelamiento. Ahora he sabido que será sede provisional del juzgado nuevo y de la Fiscalía. Luego tal vez se venda o se derribe. Pero, de momento, es una casa enraizada en la memoria de muchos ponferradinos que fueron chavales en el franquismo. Yo me acuerdo muy bien de una tarde. Era julio, hacía mucho calor, las ventanas abiertas. Dos muchachos jugaban al ping-pong; luego se fueron y quedó solo otro chico, más mayor, que estaba viéndoles jugar. Se hizo el silencio, yo leía una revista. Entonces aquel chico empezó a cantar. Lo hacía muy bien. Fue un momento de tantos, pero tenía una bella melancolía; se me quedó grabado. El local vacío, como un cuadro de Edward Hopper, el verano en la pequeña ciudad, la calle de pavés, algún heladero que pasaba con su carrito. Y aquel mozo cantando, su voz grave. La letra de la canción, en alguna de sus estrofas, decía: «Espero que pasemos un verano divertido-¦».