María Sola
Silla baja | álvarez de paz
CONTEMPLO estos atardeceres calientes del verano tardío la sierra de Gistredo, cobertor extendido al mediodía sobre el valle, abrigo suyo de los rigores del norte. Los sotos de castaños ascienden en perfecto desorden hasta la cota de los castros prerromanos, por encima del Camping a punto de ser inaugurado y que ya es uno de los más esplendorosos espacios de ocio y restauración que uno pueda imaginar.
Desde ahí la sierra se muestra como un puro bosque encantado, nada parecido a las «rañas y canchales» que refleja el estudio de impacto ambiental escrito al dictado de las eólicas sobre la ruta de las fuentes medicinales, donde coinciden el oso, el urogallo y el águila real. El parapente de vuelo libre lo sobrevuela.
Hacia la izquierda, no lejos de peña Palombar, la peña de María Sola es testigo de una de las muchas leyendas que animan la cordillera, en sus vertientes norte y sur, recordadas en las veladas de la mesa camilla junto a las dos Encarnas, la de Noceda y la de Salientes. Leyendas de pastores que alguna acabaría en tragedia debido a amores imposibles, otras más bucólicas como los dos oseznos que despertaron jugando al niño pastor, melancólica aquella del abuelo que se aparejaba en la braña para la trashumancia hacia tierras extremeñas, con la ayuda del nieto que ya conocía la estrategia inteligente de las yeguas en perfecto círculo defensivo frente a la manada de lobos.
La peña de María sola debe su nombre a una niña pastora que servía como criada en una casa rica del Barrio de Río. Conviene aclarar que los ricos de entonces lo eran porque no carecían de mantas y capotes para protegerse del frio en la cama redonda y poco más.
Dicen que María tenía la mirada triste y era cuidadosa con el ganado al que sólo abandonaba para comer la merienda, algo apartada de los demás pastores, posados sus ojos de avellana más allá del valle siempre verde. La razón de aquella soledad transitoria no era otra que una vergüenza de pobreza hidalga. No quería que sus compañeros de juegos comprobaran que todo cuanto guardaba en el zurrón era un mendrugo de pan de centeno.