Diario de León
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VERLAS VENIR ERNESTO ESCAPA
León

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S entados en el diván de la complacencia, podemos seguir vigilando el porvenir por el retrovisor y atribuir cada desdicha sobrevenida a una ciénaga cuya ponzoña no supimos esquivar. El repertorio disponible para agriar la meditación es generoso, inabarcable y propicio para una melodía de teclas dolientes. Pero una vez chapoteado el barrizal, es preciso sacudir el polvo y mudar el sayo. Para no seguir hocicando alcantarillas, como dispuso durante el fin de semana en Barcelona el chistoso e inepto ministro Zoido para pillar a Puigdemont. Si el ex honorable no fuera un cagueta en huida, tampoco el ministro lo hubiera cazado, por muchos sumideros y maleteros que encargue registrar. Porque al final, todo es tan cutre como parece, y no esa peli de audaces que una vez soñaron los indepes. Así que la caza eficaz, al cabo de tantos enredos, se la acabarán dando sus compinches republicanos, hartos de tanto amago circense sin cuajar en nada.

Es lo que ocurre cuando determinados procesos derivan en podredumbre antes de madurar. Golpeados por tentativas aviesas, algunos sectores productivos descarrilan como desecho, después de alimentar cientos de jornadas de protesta, debate o negociación. Nos acaba de pasar en casa con el carbón, cuyo responsable gubernamental Daniel Navia, secretario de estado de energía, pide tiempo suplementario hasta final de febrero para conocer el paño y no seguir dando tumbos con las iniciativas del Instituto para la Reestructuración de las Comarcas Mineras. Un poco tarde parece, aunque se agradece el intento, después de aguantar el agresivo rosario de desprecios que condujo a la sentencia de muerte. Quien guió aquella accidentada travesía hacia el precipicio, fue el anterior secretario de estado energético, casualmente hermano del actual ministro, que cuenta con la disculpa de atender al mando del ministro panameño del plátano Juan Manuel Soria. Es lo que hubo y la huella que nos queda, antes de desalojar los valles malheridos del carbón. Eso y el derecho a un relato limpio del proceso. Aullando con timbre lorquiano, si preciso fuera, y «con voz tan desgarrada, hasta que las ciudades tiemblen como niñas». Porque ocupamos los valles del «minero inmortal» que dibujó el poeta chileno Gonzalo Rojas, conscientes de estar guardando la «casa de roble, que tu mismo construiste. No importa que hayan pasado tantas estrellas por el cielo de estos años» y que hayamos enterrado a tantos mineros en una larga noche compartida. La encomienda de este día consiste en echar cuentas y ver qué nos queda salvable después de tanto abandono y de tan sucias jornadas.

Y ya de paso, retirar residuos y escombreras de aquel oro negro que mantuvo durante décadas el sueño de nuestra prosperidad, mientras nos encaminamos hacia un nuevo relato, cuyas estaciones están aún por descifrar. En esa aventura de búsqueda del porvenir es tan importante la agudeza del descubridor como las cautelas del resabiado, que vigila en su andar las sombras del pasado que habitan sus pesadillas. No vaya a ser que en cualquier encrucijada de esa travesía nos vuelvan a asaltar los mismos desaprensivos.

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