El invento del maligno
Veteranos
El invento del maligno josé javier esparza
N o se ha hablado de otra cosa en esta semana que termina: la bronca de los veteranos Pedro Ruiz y María Antonia Iglesias en La Noria de Telecinco. Si no se ha enterado usted se la resumo: la una llamó al otro «fascista» (como de costumbre) y el otro llamó a la una «puta» invocando las propias palabras de la dama. Es el nivel que tenemos, ¿verdad? Aquí ya hemos hablado mucho de La Noria , María Antonia y las estridencias de este tipo de televisión, así que no vamos a seguir devanando el mismo huso. Hoy más bien sería el momento de llamar la atención sobre otro aspecto de este suceso, a saber: ¿No está usted un poco cansado de ver siempre a la misma gente año tras año? Es como si una determinada generación se hubiera congelado, o quizá liofilizado, y tuviera la virtud de conservarse al vacío desde los ya lejanos -"muy lejanos-" tiempos de la transición. Naturalmente, los interesados podrán aducir que ellos son mejores, más expertos, más formados y mejor informados que las generaciones siguientes. Incluso es habitual escucharles juicios desdeñosos sobre los «pequeños», como si los jóvenes hubieran dilapidado la herencia de los padres. Esto me recuerda a esas efusiones de personalidades como Iñaki Gabilondo o Fernando Savater cuando evalúan críticamente la falta de valores de la juventud. ¿Pero quién ha estado transmitiendo valores a la juventud española desde hace más de treinta años sino precisamente ellos? Es verdad que el aire huele mal, y se agradece el olfato crítico, pero a lo mejor algún bombero de hogaño debiera examinar su piromanía de antaño. En todo caso, y al margen de estas reflexiones, aquí hay una cuestión que ha de ponerse sobre la mesa por enojosa que resulte. Vamos a ver. María Antonia Iglesias tiene ya 65 años. Pedro Ruiz, 63. Gabilondo y Savater, ya que a ellos citábamos, 68 y 63 respectivamente. Lejos de mí la fatuidad de pensar que uno debe callarse después de los 60, al revés. Pero me parece claro que llega un momento en la vida en que uno debe plantearse dosificar sus apariciones públicas. Sobre todo las de un cierto tipo.