TOROs. FERIA DE SAN ISIDRO
Lo mejor, los toros
IGNACIO GARIBAY / SERAFÍN MARÍN / SERGIO AGUILAR. Plaza: Las Ventas. Decimosegundo festejo de feria. Lleno total. Ganadería: Cuatro toros de Toros de Partido de Resina, uno (el primero) de Nazario Ibáñez, y otro co
El espectáculo lo dieron tres toros: uno de raro porte de Nazario Ibáñez que, completando corrida, rompió plaza y tuvo dulce son; un sobrero de Los Chospes, cabezón, lomudo y nalgudo que tomó de bravo una segunda vara pero no tuvo corazón para aguantar el toreo por abajo; y, sobre todo, y dentro del programa, un monumental y escalofriante pablorromero de 700 kilos. Casi cinqueño, de envergadura fuera de lo común: remangado, vuelto de cuerna y, además, casi paso, descaradísimo, muy gruesas mazorca. De cuajo acorde con su peso y su tamaño descomunal, pero corto de manos. Cárdeno, de quilla badanuda y colgante que se le mecía al andarse como al trote, siempre que se movió. Hermoso monstruo, que fue protagonista mayor. Hacía tiempo que no se veía en Madrid un toro de tal volumen pero no inarmónico. El toro tenía su belleza singular. Quien lo viera en el ruedo, donde se toman las medidas de casi todas las cosas, no lo olvidará fácilmente. Sus escupidas, oleadas y llegadas a relance en varas fueron tan singulares como su propia belleza. Cambiado el tercio, se fue por el caballo del piquero mexicano Salomón Azpeitia, le tronchó la vara en dos y saltaron astillas. También se astilló el toro el pitón izquierdo. Manso relativamente apacible, se sentía a gusto con las tablas justo detrás, a su abrigo, y ahí oteaba el horizonte, desparramando la vista, como toro alerta en el campo y no en la plaza. Esa fue la mayor rareza de su carácter. No tuvo ni el genio ni la fiereza sorda de los otros tres pablorromeros de este combate, pero no fue de embestir. Siempre encampanadito, estaba ajeno a engaños. Trató de engancharlo por el hocico con la muleta Ignacio Garibay y entonces protestó el toro pero avisado y no de sorpresa. El toro se lo había brindado Garibay a tres maestros sentados en barrera de sombra: Palomo Linares, Eloy Cavazos y César Rincón. Todo lo que hizo o intentó hacer Garibay fue de buen torero: no sólo dos suaves lances a toro distraído al arrancar, y la entereza de arrostrar con aquello; también la firmeza serena en toques por delante y hasta apuntes de toreo en media altura y en línea. Pero hubo un error fatal: abrirse por la mano izquierda para cobrar un pase cambiado.
Y entonces lo vio el toro descubierto y le pegó una voltereta bestial, porque el toro estaba, y no se sabía, crudo de varas. Una cornada relativamente afortunada, varios dientes rotos, una paliza. Pero con la misma entereza de antes, una vez recompuesto, Garibay, que iba herido en el muslo, insistió en matar él mismo al toro. Gran gesto. Una estocada corta, ladeada y tendida. No se descubría el toro, que no había descolgado nunca, y sin embargo Garibay tuvo la fortuna de acertar al cuarto intento con el descabello. Se arrastró el toro con pitos fuertes y, al tiempo, Garibay cruzaba por su pie el ruedo hasta la enfermería. Una ovación de las que ponen los pelos de punta. Al toro dulce de Nazario Ibáñez -cárdeno gargantillo, alto de cruz, panzudito, la cofia engatillada y algo prieta, badanudo- le hizo Garibay con la mano derecha y por abajo cosas muy bonitas: sentido del temple para torear despacio incluso en los cambios de mano, sutileza, ni un tirón. Más aprovechón con la zurda, para encajarse en las inercias del toro sin traérselo. Un cambiado antes de la igualada fue una joya. Como el traje mismo de torear, que parecía de estreno. Chaleco y espalda cargados de oro. No recargados. ¡Cuánta elegancia! Serafín Marín, espléndido en los ochos lances y la media con que paró el sobrero de Los Chospes, se embarcó en ingrata faena de larga distancia y de dejarse llegar al toro mucho y por abajo. Para tanto no dio el toro, que tuvo fijeza y humilló, pero no empujó lo bastante. De pronto se estaba rebotando el toro. O claudicando y empezando a reponer. La guinda fue una estocada de riesgo casi ciego porque Serafín se fue a tumbar el toro sin salirse de suerte y jugando como los clásicos la muleta. Lo prendió el toro por la chaquetilla, lo tuvo colgado un buen roto y lo soltó apaleado pero ileso. Un milagro. Sólo la estocada valió la vuelta al ruedo.
El genio áspero, tardo y probón de tercero y quinto no dieron opción a las intenciones clásicas del propio Serafín y de Sergio Aguilar, que se llevó el lote más infame de lo que va de feria. Ni un pase el tercero. Tampoco el sexto.