Diario de León
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El invento del maligno maría cillero

Me conozco y por eso he dejado reposar el guiso, para no dejarme llevar por el pronto. Las cosas se ven con más perspectiva cuanto más tiempo ha transcurrido y era mejor retrasar el análisis sobre lo de Bakú. Por eso y porque tampoco podría haber opinado antes, hasta el martes no me toca. Pero ya es martes y tengo cosas que comentar. Alguna, como el pasteleo de las votaciones, no es nueva, pero hay que volver a ella. A efectos eurovisivos, la peninsularidad nos mata. Nos faltan vecinos.

¿Se imaginan que en vez de rodeados de mar por casi todas partes lo estuviramos por otros países? Portugal nos dio 12 puntos. No digo más. Casi mejor, así paso de puntillas sobre la calderilla que nos dejó Francia. Pero lamentarse no sirve. A alguien se le podría ocurrir elegir la canción al término del festival anterior para que fuera pinchada todo el verano en boites y emisoras del litoral turístico patrio. Meses después, alemanes, británicos, franceses, algún italiano ligón y, últimamente, mucho ruso, votarían nuestro tema entre brumas de nostalgia proustiana, sin magdalena pero con estribillo pegadizo. Compensaríamos esa merienda de negros en la que Grecia y Chipre se dan entre sí 12 puntos, o la de los países de la vieja Yugoslavia, con la guerra que dieron y ahora cambian cromos, o los de la exURSS... Llegabas a pensar que acataban tu canción como una orden, Pastora. Vamos, que se estaban quedando contigo.

Y luego está ese obstáculo incómodo, que surge cuando escoges canción para el festival o cuando eliges inquilino para La Moncloa. El idioma. De los 26 países, 17 cantaron en inglés. No lo hicimos nosotros, ni Macedonia, Estonia, Albania... Así, no. Claro que en el mejor inglés cantó Engelbert Humperdinck (Drunkerdinck, para algún tuitero de mala uva) y no es que se coronase. Pero también hay buenas noticias. Loreen, la ganadora, rompió el maleficio de Remedios Amaya en 1984, que se volvió con su barca de vacío (cero puntos) tras cantar descalza. La sueca de origen bereber demostró que el triunfo no depende de llevar o no zapatos.

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