Diario de León

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Una tremenda corrida de Dolores

Eduardo Gallo entrando a matar a su primer toro

Eduardo Gallo entrando a matar a su primer toro

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León

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FERIA DE SAN FERMÍN

Ganadería : toros de Dolores Aguirre. Bien presentados pero mansos y deslucidos.

Fue una corrida tremenda: el cuajo y no las carnes, aunque hubiera cuatro que, pura fibra y sólo fibra, rondaran los 600 kilos de báscula; las caras tan astifinas, tan anchas las sienes; el porte todo. Tremenda no solo por la mayúscula fachada. Sin haber más toros propiamente aviesos, enterados o listos que el cuarto y el sexto, los seis sacaron arisco carácter. Lo que hizo de maravilla el envío de Dolores Aguirre fue, una vez más, correr el encierro con disciplinado galope, suma velocidad y nobleza suficiente como para perdonar a los corredores inexpertos su torpeza y a los expertos, su audacia. Sólo un herido y eso que fue encierro de sábado festivo -la mañana de San Fermín- y por lo tanto masivo.

Hasta el primero de los seis, que se entregó en el caballo más que cualquiera de los otros y se echó claudicante en la muleta dos veces. Hasta ése imponía un respeto imponente. Ferrera hizo el gasto en banderillas y arriesgó, lidió con autoridad y se estrelló con los elementos porque el suyo fue, en conjunto, el menos propicio: el primero, por echarse tal vez desangrado, y el cuarto, muy aparatoso, bizco, porque luego de cuatro o cinco arreones de jabato, se puso a medir, a marcar territorito y a defenderse. Ferrera no lo vio claro con la espada -intimidantes cabezas- y tampoco anduvo fino con el descabello. Eduardo Gallo, que volvía a los sanfermines al cabo de seis años, anduvo resuelto, encajado y templado con el toro melocotón, le pegó con ritmo dos tandas abundantes y ligadas con la diestra a pesar de que el viento lo descubría, abrochó las dos a gusto y solo erró a la hora de medir la faena, que en una plaza dominada por el ruido, la música de fondo y la desatención desproporcionada, exige brevedad. La faena tuvo sus momentos calientes, de toreo bueno. Al toro de la persecución no pudo sino buscarle las vueltas y seguirle la pista. La estocada en el chaleco fue terrible. Joselillo cumplió con lo que se ha convertido en su caso en norma de conducta: atreverse con un astifino toro de Dolores, sujetarlo, convencrlo, ponerse en los medios con él, abrirse y pasarlo, desplantarse con desenfado y majeza. Y matarlo de una estocada excelente. Y, luego, cuando salió el sexto, y pintaron de verdad bastos, abreviar y hacer con los hombros gestos y señales de que no podía ser.

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