La historia secreta de las musas
El Museo de León conserva piezas que nos cuentan las visicitudes de la vida que tuvieron sus propietarios. Estelas, colgantes, amuletos o cuadros esconden enigmas que los historiadores no han podido desvelar.
Las musas no siempre son seres legendarios. A veces, estos seres inspiradores que con su aliento generan la magia de los museos son las personas cuya vida parió la pieza que convierte un centro cultural en una referencia.
Su recuerdo ha quedado encerrado en cientos de piezas que conforman el Museo de León, uno de los arqueológicos más sobresalientes de España. Y no sólo por el valor material e histórico de determinados tesoros históricos sino por otros que, aunque más humildes, aprisionan la historia oculta de cientos de habitantes cuyas voces sólo se escuchan gracias a restos de objetos que pueblan las vitrinas de Pallarés. Allí, por ejemplo, se resguarda la primera palabra leonesa que se conoce: ‘páramo’. Precisamente, este hecho lo cita Luis Mateo Díez en El espíritu del páramo, la novela en la que crea el territorio imaginario de Celama.
La voz aparece en el Ara de Diana, una estela votiva que debemos a Quinto Tulio Máximo, legado augustal de la Legio VII mediado el siglo. Conserva la estela el epígrafe más bello de las numerosas inscripciones latinas y uno de los mejores del país, estudiado y transcrito por generaciones de especialistas. Fue hallada en 1862 a consecuencia del derribo parcial de la muralla, en la actual calle Carreras, donde se había reaprovechado como mero material constructivo.
Su texto, en impecables capitales clásicas, se distribuye en las cuatro caras verticales. En su frente se encuentra la consagración a Diana y su mayor atractivo radica en el espléndido desarrollo lírico de las tres restantes caras: un poema con fuertes influencias de la literatura clásica latina (Virgilio, Horacio, Catulo…) donde se entreve la obra de algún autor culto, quizás perteneciente al séquito del gobernador.
Siguiendo con las estelas, especialmente entrañable resulta la que nos habla de las tribulaciones del legionario Lucrecio Proculo, a quien la vida enfrentó al dolor de enterrar a su hijo, nuera y nieto. La aflicción del soldado ha quedado cincelada para la eternidad gracias a una lápida de delicada tristeza, en la que el ‘huérfano’ graba las representaciones de sus seres queridos a través de un jabalí, una cierva y un cervatillo.
Y ¿quiénes eran los vadinienses? Este es uno de los misterios de la historia. Se sabe que era un pueblo cántabro, pero ningún arqueólogo ha podido determinar dónde estaba su capital.
Sus estelas siempre se han encontrado fuera del lugar de emplazamiento que debieron tener y por ello se cree que eran nómadas, que se movían de manera estacional. Las inscripciones aparecidas en las lápidas de este pueblo son singulares por varias razones. En primer lugar porque se usa piedra de río sin tallar.
Además, se adopta el latín y sus elementos funerarios, pero incluyendo figuras propias, como el caballo, representación del alma del fallecido. Además, siempre son personajes masculinos los que aparecen en ellas. Una de las curiosidades más notables de las estelas es que la edad de los finados acaba en cero o en cinco. La razón hay que buscarla en el hecho de que no tenían un censo institucionalizado como los romanos, con lo que no conocían de manera exacta la edad que tenían.
La edad de la mujer
La única excepción —y aquí radica el misterio— es la lápida de una mujer llamada Maisontinisa que murió con 19 años. La triste lápida que Aliomo tuvo que dedicar a su hija, fallecida prematuramente, es uno de los ejemplares más bellos del conjunto vadiniense, y uno de los pocos dedicado a una mujer.
A su breve y característico epitafio acompaña una enmarcación en líneas que no cierran en el margen inferior, un arbolito fúnebre y un caballo. Junto a ellos, un enigmático signo en forma de cruz griega con salientes rítmicamente distribuidos, podría hacer pensar en una discreta cristianización que también puede sospecharse en las estelas del otro lado de la cordillera Cantábrica, entreverada con los cultos y fórmulas latinas (los dioses Manes).
Un hombre asustado
Luis Grau explica que hace años los arqueólogos llevaron al museo una vasija rota en la que, según decían, había grafitis modernos. «Tras limpiarlo y restaurarlo, vimos que se trataba de un falo, ya que esta parte del cuerpo se consideraba en el mundo antiguo un talismán», destaca el director del centro. ¿Quién y por qué grabaría de manera torpe el miembro viril en la vasija? Y es que uno de los amuletos figurados más frecuentes en el mundo romano fue precisamente éste, hasta el punto que se llegó a dar al falo el nombre de aquello de lo que protegía, el fascinum o mal de ojo ( oculus malignus ). El procedimiento del aojo y su conjura es bien conocido.
Destaca Grau que a la abrumadora presencia del falo en contextos relacionados con el culto a la fertilidad se une en muchos casos la figuración de la higa, gesto insolente con idéntica finalidad, que significa la unión de ambos sexos mediante la introducción del pulgar entre el dedo índice y el corazón. «En el caso de la higa, sí se ha mantenido en representación y objetivo, a través del tamiz ideológico cristiano, y se documenta en numerosos ejemplos, incluida la protección de los infantes de la casa de Austria, retratados con estos talismanes por Velázquez, entre otros», subraya.
Pallarés también acoge numerosas huellas de los moradores de la Edad Media. Uno de los artesonados del museo esconde una pintada que reza «Soy puesto en gran pensamiento» y cuya autoría no ha podido ser descifrada.
Lo mismo puede decirse de una chimenea inacabada que ornamentaba uno de los vanos del antiguo Palacio de los Trastámara que construyera Enrique II hacia 1377 en la calle de la Rúa y al que ya el Emperador Carlos V renunció por su indigno estado. Pues bien, el misterio radica en el hecho de que está inacabada, como si el artista al que se hubiera encomendado la tarea la hubiera abandonado sin que, hasta el momento, se conozca la razón.
Hay que reseñar el boceto de Colón ante los Reyes Católicos, obra de Antonio González Velázquez. La procedencia de este cuadro es desconocida y su gemelo se encuentra en la bóveda del comedor del Palacio Real de Madrid. En el siglo XVIII, González Velázquez era uno de los más grandes artistas españoles, con lo que se desconoce por qué una de sus obras terminó en un lugar tan alejado de la Corte como León. Luis Grau precisa que de este ensayo, o cuadro de presentación —para que el cliente deliberase— se conservan dos versiones, una en el Museo de Quimper (Francia), y la de este Museo, sin duda de mayor calidad. En su composición, dos cortejos se contraponen según una línea imaginaria que corta el cuadro diagonalmente: por un lado el Descubridor del Nuevo Mundo se arrodilla ante Isabel y Fernando, en trono bajo palio con un edificio neoclásico al fondo, y ofrece a los monarcas una esfera terráquea.
Más plausible es el cuadro que Federico de Madrazo realizó con motivo de la mayoría de edad de la reina Isabel II y que se encuentra frente al de González Velázquez. La razón por la cual un artista de esta magnitud aceptó un encargo de León podría radicar en el hecho de que su hermano Juan era por aquel entonces uno de los arquitectos de la Catedral. Quién sabe si el latino quid pro quo se materializó en los hermanos Madrazo y las virtudes y vicios humanos también lucen en Pallarés.