Pintura con champán
Ángel Cantero inaugura galería con la obra de Eugenio Ocaña.
Corrió el champán. Fue una fiesta memorable. El regreso a la vida, desde lo más profundo del purgatorio, de la vieja galería de arte Sardón, transmutada en Ángel Cantero, reunió a lo más granado del mundillo artístico de esta vieja capital de provincias. El poeta bañezano Luis Carnicero hizo la botadura verbal del evento con una original proyección, a través de su telescopio mágico, en la que mostró diferentes etapas de la historia de la pintura, ilustradas verbalmente con sus versos.
Al singular festejo colaboró de forma notable la pintura con la que Cantero ha querido poner la primera piedra de una etapa que seguramente será muy importante para la cultura leonesa. El pintor granadino Eugenio Ocaña dice en el enunciado de su exposición, ‘llegado el momento’, y tiene razón, ha llegado la hora de la gran fiesta de inauguración y también la de presentar a un artista que demuestra ser completamente actual sin perder ninguno de los valores de la pintura de siempre.
La primera sensación que recibe el espectador ante los cuadros de Ocaña, es que el artista pinta fácil, que domina el gesto, que sabe jugar primorosamente con los colores y que le importa menos la temática de sus obras que la potencia técnica que en ellas imprime. Ocaña, no podía ser de otra manera, se siente feliz de ser el protagonista de este momento tan especial. «Yo, hasta que cuelgo los cuadros en la galería no tengo una sensación clara de lo que he hecho. En este caso me siento feliz viendo el juego muy positivo que ofrece la conjunción de mis obras con este espacio que estamos estrenando. Es un reto importante al que me enfrenté con ciertos miedos, pero ahora que veo los resultados me siento feliz y brindo por el éxito de esta galería».
Capítulos pictóricos
La serie de cuadros que presenta Eugenio Ocaña tiene varios capítulos, uno muy importante dedicado al desnudo femenino, otro en el que el pintor juega con el volumen de varias cabezas también femeninas, buscándoles los secretos plásticos, más allá del parecido de los rostros que pinta. Y, finalmente, unos delicados bodegones en los que los objetos se muestran casi ingrávidos sobre la superficie de un cristal que se convierte en una enigmática línea verde. «La mayoría de las veces —dice— cuando me pongo a pintar no tengo ni idea de lo que acabará apareciendo sobre el lienzo. A mí el hiperrealismo no me interesa, creo que el lenguaje de la pintura es muy amplio y que un pintor no debe encasillarse, ahora estoy haciendo esto y con el tiempo haré cosas muy diferentes. En cualquier caso, siempre intento representar el mundo que me rodea, al menos el mundo que yo percibo, que yo siento». En los desnudos, siempre de pequeños formatos, Ocaña busca distintos escenarios. Desde dormitorios espartanos en penumbra, a las brillantes pinturas de los frescos de Pompeya. «El desnudo viene haciéndose desde hace muchísimos siglos, los míos no son precisamente rompedores, aunque en un momento dado podría convertirlos en algo sorprendente, provocador, tanto como lo fueron en los tiempos antiguos. Yo creo que soy bastante correcto y no pretendo salirme de ahí».
Ocaña ha dedicado preferentemente los dos últimos años al retrato de grandes dimensiones. «Me interesa —asegura— más que el retrato en sí la potencia plástica de las cabezas, de hecho yo les llamo cabezas. Mi intención no es nunca la de sacar un parecido perfecto con el modelo, me intereso más por las calidades de la luz, por las formas, por el juego del claro oscuro… y además, normalmente y sin intentarlo, me acerco en ellos bastante a la realidad». Toda esta forma de pensar se integra en sus bodegones. «Son cuadros sencillos, sin grandes pretensiones, que me divierten mucho. Pinto los objetos con trazos muy gestuales y buscando que floten en el aire, pero sin perder de vista la realidad, por eso los pinto sobre un cristal transparente».