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Publicado por
RAFAEL SARAVIA
León

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Son éstos, días de redención y gloria espiritual. Los feligreses del mundo católico viven la Semana Santa con el fervor propio de quienes saben que su Dios murió y resucitó por todos los hombres y mujeres de la tierra. Mientras, como siempre en estas fechas, los humanos, llenos de nuestra exquisita imperfección, vivimos las mismas incongruencias morales que desacreditan nuestros actos y elevan nuestras palabras virtuales.

Decía Rimbaud: «Existe un Dios que ríe en los adamascados/ del altar, al incienso, a los cálices de oro,/ que acunado en Hosannas dulcemente se duerme./ Pero se sobresalta, cuando madres uncidas/ a la angustia y que lloran bajo sus cofias negras/ le ofrecen un ochavo envuelto en su pañuelo».

Y eso debería dolernos. Debería doler la demasía con la que lo católico aplasta a lo cristiano. Debería hacernos ver que a un ímpetu de emoción e imaginería secular convendría acompañar un ímpetu de acción y reacción en torno a las necesidades vitales del ser humano.

Pero a veces la iglesia se aleja de sí misma y de sus convicciones. No es difícil ver cómo el frenesí cristiano se aleja de las motivaciones católicas, y sin quererlo, en estas fechas eso se hace más palpable en el ambiente.

Muchos de los que pensamos que hay unas bases socialistas irrefutables en los preceptos cristianos, también sostenemos entristecidos la frase de Auguste Blanqui que dicta: «La sacristía, la bolsa y el cuartel, tres antros asociados para vomitar sobre las naciones la noche, la miseria y la muerte». Nos damos cuenta de que no existe esa conciliación de postulados y acción social en la iglesia que nos rodea. No por parte de sus devotos.

Estos días, llenos de pasos y toquillas y grandes pompas de alabanza, nos traen también la noticia de que España es el segundo país de la comunidad europea con el índice más alto de pobreza infantil. Casi tres millones de niños sin la posibilidad de vivir con dignidad en nuestro país. Debería doler, debería motivar a todos los católicos del mundo más si cabe en estas fechas. Se debería notar una reacción unánime al respecto.

Tiene razón el pequeño enfant terrible de las letras galas, nuestro ácido Rimbaud, nuestro poeta de las vicisitudes humanas. Concluyo con unos versos suyos muy clarividentes: «¡El Hombre está acabado, se acabó su teatro!/ Y un día, a plena luz, harto de romper ídolos,/ libre renacerá, libre de tantos dioses,/ buceando en los cielos, pues pertenece al cielo./ ¡El Ideal, eterno pensamiento invencible,/ ese dios que se agita en la camal arcilla,/ subirá, subirá, y arderá en su cabeza!/ Y, cuando lo sorprendas mirando el horizonte,/ libre de viejos yugos que desprecia sin miedos,/ vendrás a concederle la santa Redención».

Tengan pues en sus oraciones el alma de los impuros, pero no olviden que antes del territorio celestial, en nuestro día a día, el sufrimiento de nuestros semejantes está presente, y en nuestras manos hacer un poco más amable la vida de nuestros compañeros y compañeras que sufren la necesidad en sus latidos.