Todos los rostros del Curueño
Jesús Díez reúne en un libro los retratos de gentes del valle que lleva realizando desde hace treinta años .
Muchos de quienes suben a esos olimpos de experiencia y de filosofía natural que son las personas mayores exprimen sus energías en la extracción de frases significativas, de antiguas palabras, de enseñanzas de vida aprovechables para nuestro día a día. También lo hace, en parte, el escritor Jesús Díez, pero es hombre que se fija sobremanera en los silencios, en los guiños y ademanes, en esas estampas que a veces dicen más que cualquier aguda, profunda o irónica reflexión. Con esa convicción en la cabeza, el autor nacido en Sopeña de Curueño en 1952 lleva cerca de treinta años realizando retratos de gentes veteranas de su valle natal, desde Ambasaguas hasta Redipuertas, trabajo que ahora ha decidido editar en un libro sin apenas palabras —todo son imágenes, un centenar— pero con título bien revelador: Afluentes del Curueño (editorial Morandi).
«El acto de fotografiar, como el de escribir, tiene que ser un ejercicio de acercamiento, de compromiso con lo que vas a encontrar. Una experiencia de sensibilidad extrema con el mundo de los retratados —piensa Díez—. En este caso, el territorio que abarca el proyecto se cuenta en imágenes de una cultura invisible ya, la de los labriegos. Una cultura sabia, lúcida y arraigada al lenguaje de la tierra, del río, de lo más esencial de la vida, de las virtudes del individuo en convivencia con otros seres humanos. En los afluentes humanos retratados he querido dejar constancia de esa luz que aún tienen en las miradas perdidas, de seres centenarios, en ese labrantío de trabajos y sueños con el que crear el autorretrato de la propia existencia».
Díez, narrador, poeta y fotógrafo, posee un gran archivo visual de su comarca —tanto de su paisaje como de su paisanaje—, que ya se pudo paladear en títulos anteriores como Sendas y espejos y Miradas y ecos , con los que la nueva obra forma una singular trilogía fluvial. Y comenta también que, en ella, «los retratados son afluentes humanos, con nombre propio. A lo largo de su existir, ellos y sus antepasados formaron un lenguaje de respuestas a las miradas del río Curueño. Son los narradores de su propio filandón. Por eso han querido posar al lado de símbolos fatigados como si fueran su propio corazón: arados, trillos, carros, bieldos, cerandas, aventadoras, romanas, cestas de vilorta, guadañas y hoces mudas colgadas en las grietas de las paredes de adobe».
Un recorrido que le llevo por los 33 pueblos de esta tan literaria ribera leonesa capturando la imagen de sus ‘últimos paisanos’, «una cultura rural sepultada por lo que alguien dijo en su momento como algo que iba a ser bueno: la prosperidad, el progreso», opina Díez, autor de obras como El niño del Tren Hullero , A devanar, a devanar o Sin reloj por la vida .
«El recuerdo que tengo de todos estos años haciendo este trabajo fotográfico es gratificante, aunque a veces no fue tarea fácil. Llegar al pueblo de Correcillas, subir por las montañas a través de un sendero para el ganado o los rebaños de cabras, desde el pueblo de Aviados, fue un tanto duro... Pero siempre merecía la pena y al llegar estaba la recompensa, conseguir lo soñado: retratar afluentes humanos, aún vivos, de 102 o 104 años», comunica.
Las primeras presentaciones del libro tendrán lugar el 26 de julio en Lugueros y el 2 de agosto en La Vecilla, las dos villas señeras de la zona. En ellas hablará Jesús Díez, hombre siempre preocupado por el descomunal olvido en el que ha caído el medio rural, de la cultura campesina, de esa gente que, a su juicio, «siempre ha formado parte de una clase social invisible para el poder de turno. Son los ignorados, los arrinconados en aras de otros intereses. Yo me considero un afortunado por haber vivido esa experiencia al lado de mis padres y de mis abuelos. He escuchado y aprendido no sólo de sus refranes, también la filosofía de sus miradas y la hondura de sus manos, con sus venas abultadas», aseguraba. «Fotografiar es contar el mundo de una cierta manera, el mundo que nos rodea —explicó, en otro punto de la conversación—. Al crear imágenes vemos lo que queremos, lo que comprendemos y además tenemos interiorizado».
Mientras que algunas de las fotografías que tomó —aunque son las menos— fueron tomadas hace treinta años o más, con el tremendo valor etnográfico que por tanto atesoran, el resto, la mayoría, «es un trabajo más meditado, elaborado, dentro de los últimos cinco años», informó, una labor, así pues, llena de vivencias y de «sorpresas a veces mutuas: ellos se sorprendían de que alguien se acordara de subir hasta sus casas, pero yo también ‘aluciné’ en alguna ocasión. Son vivencias que podría ser narradas con palabras en un nuevo libro…».
Dignidad calzada de madreñas o de zapatillas de casa.