CULTURA
«La memoria es un mecanismo de defensa y el regreso es la mejor cura»
Aurelio Loureiro explica las claves de ‘Te alquilo el cielo’, una fábula sobre la vida desde las entrañas de la tierra
El escritor leonés Aurelio Loureiro presenta esta tarde Te alquilo el cielo, una novela de novelas, un cuento terrible y nostálgico sobre la mina, que se convierte en la diosa voraz de unas páginas marcadas por la infancia, la memoria y la tristeza.
—’Te alquilo el cielo’ es una novela de historias. Además, antes de cada relato hay un microcuento que resume el argumento que precede.
—Como siempre das en el clavo. Muchos de los que han leído el original opinan lo mismo. La memoria es una, pero se bifurca, creando un laberinto que hay que explorar y que, a veces, te lleva al borde del abismo; es decir, al borde del pozo, ante la jaula cargada de presentimientos. Otras, se ilumina, trepa por las montañas y alcanza el cielo. Hay un sólo hilo conductor, los personajes saltan de un relato a otro; si podría considerarse una novela. Quizá los auténticos relatos cortos sean los que inician cada relato: estos son los que encierran el mundo que trato de representar y, cuanto más cortos son, más variado es el mundo que representan.
—¿Hay recuerdos o es todo ficción?
—No hay memoria sin recuerdos; pero sería mentira si no tuviera un componente de ficción. La mirada del niño siempre está distorsionada; no digamos la del adolescente. Durante años traté de alejarme de un mundo que me oprimía y me creaba un sentimiento de culpa, como si fuera un desertor, hasta que me di cuenta de que la lejanía era una pulla en mi conciencia. Es inútil negarse a la evidencia; sobre todo cuando empiezas a comprender los entresijos de ese mundo que has dejado atrás y la vida de quienes lo habitaban. Este libro surgió como un reproche a la enfermedad y al dolor y desolación que provoca; pero pronto se convirtió en el foco de luz que ilumina las palabras, la lámpara que evita que el taimado gas dulce te arrastre el sueño eterno. La literatura te salva a veces; también los que te rodean y el recuerdo de los que me enseñaron los fundamentos de la bondad. Todo es verdad; al menos, para mi.
—¿Has convertido la mina en un personaje más, con vida, con alma, con autonomía...
—Ojalá. Pero creo que mi pericia no llega tan lejos. La mina ya era un mundo con entidad propia: un territorio separado de la realidad, pero cuya realidad tiznaba de color y olor específicos la superficie de la tierra, los montes, los árboles, los regueros pródigos en renacuajos para solaz de los púberes pescadores, las montañas que absorbían el reflejo de lo desconocido, incluso el cielo, luminoso por contraposición. La mirada era levantarse un día, escuchar el quejido desgarrador de la sirena y ver subir a la gente demudada hacia el pozo, una lotería terrible cuyo premio es la viudedad, la orfandad o una larga enfermedad de difícil solución. La mina era ver a tu padre con un vendaje en el ojo, su piel tatuada con marcas cenicientas, la falange ausente. La mina era miedo y gozo, la chapa que arde, el sueño contradictorio de los que consiguieron crear un mundo de la nada: la vida en definitiva.
—¿Cuánto hay de nostalgia a pesar de todo?
—Las emociones que provocan cualquier asalto al pasado, la infancia que lo recubre todo de un tamiz específico, distinto a cualquier otro, las ausencias que de repente cobran vida de nuevo y reivindican un lugar propio en el territorio de las palabras con significado, el paisaje en blanco y negro pero con una luz que guía en la penumbra de los pensamientos. Todo esto puede inducir a pensar en un arrebato nostálgico; pero creo que el libro está más en la línea de saldar una deuda con el pasado y, al mismo tiempo, llevar a cabo un ajuste de cuentas con ese mismo pasado. Algo que no se puede hacer desde el territorio de las emociones sino de la representación, en este caso a través de la palabra. No he querido rellenar un vacío, sino cerrar un mundo para poder instalarme sin complejos en lo que queda de él.
—La mina dejará de matar en breve...
—Cualquier mundo que se apaga genera la sensación de desahucio, de pérdida irreparable. En el caso de la mina, además una transformación en el modo de vida, demasiado estructurada como para que el cambio no fuera traumático. La mina era muerte y vida, enfermedad y supervivencia, también esperanza de prosperidad y orgullo de extraer el oro negro de las entrañas de la tierra, aunque de cuando en cuando ésta se rebelase y reventara tras un trueno fatídico. El cierre, motivado por la insensibilidad de los que nunca pasaron cerca, ni osaron mirar al cielo donde el dinero es de pega y la rentabilidad un concepto postergado, originó un paisaje nuevo: jubilados, jóvenes que emigran en busca de lo que sus padres vinieron a encontrar en el valle, trabajadores que madrugan todos los días para trabajar en otras minas a muchos kilómetros de distancia y que, si no se remedia, también cerrarán. Un mundo distinto que hace todo lo posible para que el olvido no tienda su manto sobre una realidad que existió y no merece ser un mal recuerdo. El territorio vive, aunque la tierra se cobre sus pequeñas venganzas.
—¿Cómo se genera la idea de la mina en la mente de un niño?
—Tarde. Mientras eres niño la mina es una circunstancia, un padre que se ausenta dependiendo del relevo que le toque, las marcas del carbón que no se borran, las reuniones familiares donde los hombres hablan de la mina o discuten por la mina, las naranjas gigantes del aguinaldo, el menosprecio de los gestores de la vieja escuela, la nieve mojando los calcetines en el trayecto hacia un futuro mejor, quizá ese miedo inexplicable a que algo suceda, porque de vez en cuando algo sucede, la visión también inexplicable de la orfandad, la cama de una enfermería. El niño vive en un mundo alucinado, con más referencias del paisaje que del mundo que sostiene ese paisaje. No se da cuenta de que el surco que sigue el aro es carbón que brota en la superficie, que el plano por el que corre no pertenece a su mundo, que el hierro con el que empuja las cañoritas está hecho en la fragua donde fabrican los hierros que sostienen el armazón de la mina, antes está el orgullo de poseer algo que nadie tiene. La adolescencia es un mal negocio para la memoria: todo el tiempo lo ocupa el cuerpo y una visión distorsionada del futuro. Hay que esperar a que la serpiente salga de su escondrijo y te pique; sólo así se reacciona. La memoria es un mecanismo de defensa: no hay mejor cura que el regreso, aunque sólo sea durante unas páginas, que liberan del silencio.
Lugar: Instituto Leonés de Cultura.
Hora: 20.00 .