Diario de León

El espía leonés del MI6

Los artífices del documental ‘Flores para un espía’ descubren que el radiotelegrafista Manuel Rivero fue un agente de los servicios británicos.

Imagen de Manuel Rivero proporcionada por su hijo.

Imagen de Manuel Rivero proporcionada por su hijo.

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cristina fanjul | león
León

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No se puede contar con la suerte, al menos no en historias como ésta. En historias como ésta, siempre hay que pensar que la fatalidad juega con las cartas marcadas. Así ocurrió aquel día. Aquel día, la portera del inmueble de Suero de Quiñones en el que vivía Manuel Rivero con su mujer y su hijo decidió asomarse al patio de luces, aunque bien pensado eso es lo que hacían entonces la mayoría de las porteras, o tal vez no. Tal vez resulta más fácil pensar que en un país que acaba de salir de una guerra no hay inocentes y los soplones son un arma fundamental para los vencedores... Y esta es la historia de un perdedor, de un hombre que sabía de antemano que lo era. «Quien más cobraba de toda la red de espionaje siempre era el radiotelegrafista. Podía llegar a recibir cuatro mil pesetas al mes, una cantidad asombrosa para los años cuarenta». El productor de Flores para un espía, Jesús A. Calvo, de Imagen Industrial, añade que Manuel Rivero sabía que su radio de acción no pasaría de los seis meses, que en ese plazo de tiempo los servicios franquistas le habrían descubierto, que su suerte estaba echada. Y así fue en esta ocasión. Manuel Rivero había sido telegrafista de la marina mercante británica. Al comenzar la II Guerra Mundial, el MI6 le puso en contacto con Lorenzo San Miguel, el responsable de la red de espionaje que, con sede en León, se encargaba del operativo alíado de todo el noroeste de España. Las historias están en la mayoría de las ocasiones desmadejadas. Solo así, a partir de hebras perdidas, se descubren nuevos relatos que, otra vez, son capaces de conducirnos a otros y así, en un sendero de caminos que siguen bifurcándose, es como Jesús A. Calvo y Daniel Álvarez dieron con Manuel Rivero, el espía que los servicios secretos británicos del MI6 enviaron a León para convertirlo en una de las piezas angulares de la gran red de espionaje del noroeste de España, la Red San Miguel. Pero ¿por qué puede decirse de manera taxativa que sí, que Rivero era agente del MI6? Una hebra, otra vez, este vez el hijo, que demuestra que Londres les pagó —al huérfano y a la viuda— durante años una pensión. El Gobierno de Su Majestad no pagó a ninguno más de los detenidos y fusilados. Sólo él estuvo, después de muerto, amparado por la ‘commonwealth’. El dinero llegaba de manera regular, todos los meses, al consulado inglés en Bilbao. Sin embargo, cosas del ser hispano, nunca llegó a Elvira Abasolo. La oficina del cónsul era siempre el destino final de aquellos sobres. Hasta los años 80, cuando el servicio británico lo descubre y realiza un pago total a la viuda por el importe de lo no percibido. Esa es la prueba definitiva. Manuel Rivero siempre había sido uno de ellos y el Reino Unido nunca se deja atrás a los suyos.

Aquella tarde, los servicios secretos franquistas desarticularon la red San Miguel. De manera metódica, fueron cayendo todos y cada uno de los miembros de esa malla de información con la que el MI6 había ido tejiendo la provincia. A Manuel Rivero, la Secreta le pilló en casa. Elvira, su mujer, había escondido el radiotelégrafo debajo del fregadero de la cocina y, al ver que la policía subía por la escalera, descolgó el aparato por el patio. Hubo un momento en el que parecía que Manuel se libraría, pero no se puede contar con la suerte cuando las cartas están marcadas. Nunca se sabrá si la portera que iba subiendo por las escaleras de manera inexorable lo hacía como parte de aquel juego o si, de verdad, fue el azar el que quiso que su osadía se conjugara con la mala suerte.

Muchos años después, un escritor italiano, Antonio Tabucchi, dibujaría en Sostiene Pereira , el trazo de una soplona real del régimen de Salazar. El país callaba y las porteras hablaban. Así que aquella mujer llegó al piso del radiotelegrafista para avisar de que había ‘algo’ que colgaba de la ventana del patio. Y así fue como aquellos seis meses se cumplieron, una vez más, de manera inexorable. Manuel Rivero fue fusilado en mayo de 1944 en Oviedo.

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