«Nunca supe lo que era el miedo»
e. gancedo | cordiñanes
Hay vidas que son hilvanadas por un paisaje o una obsesión, y la existencia de Manuel Pérez Sadia, natural de Caín pero residente en Cordiñanes, es incomprensible sin esas peñas a las que conoce como la palma de la mano y sin los asombrosos trabajos que tuvieron como objetivo la llamada ‘garganta divina’: en la apertura del canal original laboró su padre, y allí falleció cuando una piedra le cayó en la cabeza. Tenía 46 años.
Nacido en 1931, con apenas 14 entró Manuel como pinche de barrenista en las obras de la senda actual. «Ganaba 319 pesetas al mes si no perdía ni un día ni una hora, y los buenos mineros, 500 pesetas», recuerda. Caminaba arriba y abajo con paquetes de dinamita a cuestas y no olvidará lo mal que lo pasó cuando dos compañeros entraron en el barracón donde se guardaba el material y se llevaron varios de esos paquetes. ¿Para venderlos? Nada de eso, para la hartura de truchas pescadas a detonación que se dieron después. La Guardia Civil se personó de inmediato a arrestarlos. «Tres años de cárcel les cayó; ahora, no sé si los cumplirían enteros», matiza.
Las condiciones eran hoy impensables. Amarrado en los peores tramos, «íbamos barrenando cacho a cacho», dice, abriendo también, por ejemplo, los falsos túneles por los que hoy se internan los senderistas («todo a base de maza y pistolos») y en los pasos complicados avanzaba metido en un cajón colgado de cuerdas. En una ocasión, pasando por La Huertona, vio cómo se le venían encima piedras sueltas y se arrimó a la pared lo justo para que no le alcanzaran, «pero todos los pistolos se me marcharon abajo», relata.
Y aún así, «nunca supe lo que era el miedo», asegura con firmeza en la voz y una presencia física que es eco del formidable atleta que fue, un guía llamado por infinidad de quienes acudían a Picos buscando hollar las mayores alturas. Subió a las peñas a políticos, canónigos, médicos y militares, y un tipo de 90 kilos que quería hacer, el mismo día, las torres (‘torre’ es pico, montaña en estos valles) Casiano de Prado, Las Minas, Llambrión y La Celada, se le desplomó a medio camino y lo tuvo que traer casi a cuestas. Como esas «faenas» tiene para escribir un libro. Y la frase que les solía decir a los temerarios que no sabían medir sus fuerzas se las trae: «Mira que las torres quedan, pero el paisano que se va, se va».
En 1964, cuando inauguraron el mirador del Tombo con presencia del entonces ministerio de Información y Turismo, Manuel Fraga, fue Pérez Sadia junto con otro vecino quien subió a lo alto de la aguja María del Carmen, bautizada así por la hija del ministro, para plantar allí la bandera. «Y aún así no sonamos en los periódicos, pusieron los nombres de dos de León que llegaron luego», denuncia. Aunque sea más de medio siglo después, hagamos justicia.
El investigador Francisco Gómez defiende en su reportaje que en la senda actual «trabajaron unos 45 obreros, sobre todo de Valdeón y Cabrales» y que uno de los puntos más dificultosos del trayecto «fue la construcción del puente Bolín, originalmente de madera, donde los obreros, tras cortar la madera a mano, debían anclarse a las paredes y trabajar sobre un abismo de 60 metros de profundidad».
Pérez Sadia confirma, por su parte, que se trabajaba todo el día, a relevos, y que su pericia en terreno casi vertical le llevaba a ofrecerse voluntario cuando caía material al río y había que ir a buscarlo.
Nada se le ponía por delante. Y otra buena prueba está en que en 1958 marchó tres años a cuidar ovejas a California («2.000 animales y el cielo encima»). Memoria de una época en que la gente estaba elaborada con otro barro.