Diario de León

LA ENTREVISTA

«He proyectado mis raíces, no he hecho ruralismo»

ANTONIO COLINAS / POETA

El poeta leonés Antonio Colinas. RAÚL SANCHIDRIÁN

El poeta leonés Antonio Colinas. RAÚL SANCHIDRIÁN

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VERÓNICA VIÑAS | LEÓN

«Yo fui un niño muerto». Así comienzan las Memorias del estanque, en las que el escritor leonés Antonio Colinas cuenta los momentos cruciales de su vida, por la que han desfilado desde Aleixandre a Erza Pound, la condesa Leopardi, los duques de Alba, Alberti o Saura.

—¿Cómo se le ocurrió escribir sus memorias?

—De una manera un poco inconsciente. Son unas memorias, pero también son la vida de un poeta sin máscaras. A medida que lo escribía sentía la necesidad de contar algunas cosas que no había contado o que era necesario aclarar. También hay anécdotas inéditas de mis encuentros con escritores...

—No son memorias al uso...

—Es cierto. No son unas memorias de chismorreos. Formalmente tienen ese carácter de diario o de aforismos, aunque hay una cierta cronología. Son unas memorias inusuales, atípicas o heterodoxas. El estanque es una alberca a la que me asomo no para contemplarme sino para hacerle preguntas.

—¿Cómo fue su época en París?

—Me fui con un premio que me habían concedido, con el que viví dos meses entre París y Londres. Era el otoño de 1968. Ese viaje fue lo que para entonces suponía escapar de casa, huir al extranjero y vivir una atmósfera más libre.

—¿Y la época italiana?

—Un día estaba haciendo guardia en El Ferral y ocho días después comentando poemas en la Universidad de Milán. Iba a hacer una sustitución como profesor invitado y me quedé cuatro años. Italia fue una experiencia que se agotó, pero que va unida a la escritura de Sepulcro en Tarquinia. Fui a Italia más a aprender que a enseñar.

—El largo retiro de Ibiza...

—Fui con una beca de creación de la Fundación March por un año y estuve 21. Quizá es una de las cosas que puede ofrecer este libro, que el lector se encuentre con otro Antonio Colinas, alguien que vuelve en autostop de Londres a Barcelona.

—¿Cómo era Aleixandre?

—Lo conocí cuando llegué a Madrid a los 18 años. Lo considero uno de mis maestros y un amigo. En estas memorias explico sobre todo los últimos días que estuve muy cerca de él, que fueron, precisamente, los de su muerte.

—Pablo Neruda.

—Era un poeta al que admiraba mucho desde siempre. Siempre que se cruzan las ideologías con los escritores hay una parte muy cuestionable, aunque es uno de los grandísimos poetas del siglo XX. Lo conocí en Italia. Lo entrevisté para la Revista de Occidente, que estuvo retenida un tiempo por la censura. Me llevé como fotógrafa a María José (mi mujer). Neruda quería que yo fuera a Chile. Lo acababan de operar y estaba enfermo. Murió un año después.

—En el libro habla poco de su vida cotidiana y de su familia, que sólo aparece sutilmente...

—Se explican algunas cosas, como en un telón de fondo. Está, naturalmente, María José y mis hijos... Me dijo mi hija: ‘Tendrás que escribir otro libro, porque aquí falta mucho’. Ella lo ve, claro, desde la óptica de lo doméstico.

—De sus padres dice que recibió el don precioso de saber escuchar...

—Sí. Octavio Paz cuando me veía siempre me decía: ‘Usted Colinas habla muy poco’. Luego se reía y decía que tenía razón. Mis padres eran muy sensibles y eso es un don y también una condena.

—Estuvo a punto de ir a vivir a Madagascar...

—Sí, fue una ráfaga, como tantas otras que, de haberla seguido, no sé qué habría sido de mi vida; como también me pregunto qué habría sido de haber seguido en Italia o cuando me ofrecieron la dirección del Instituto Cervantes en Roma, que, a lo mejor, es el mayor error de mi vida.

—Otro personaje curioso es la condesa Leopardi.

—La condesa demoró la visita porque su hijo estaba durmiendo en la cama del propio Leopardi. Esa visita me llevó a trabajar en la biografía de Leopardi, que es un autor que he traducido. Aunque he trabajado mucho en él, no ha influido en mi obra.

—¿Y la hijastra de Picasso, Kathy Hutin?

—Fue en los años de Madrid, una ciudad con la que he tenido siempre una relación intensa. Madrid me llevó muy pronto al mundo literario, al Café Gijón, a los años de amistad con Umbral. Y ahí aparece mi relación con el mundo de los pintores. Kathy estaba en ese grupo de amigos, con Saura, Zóbel...

—¿Cómo era Alberti?

—Lo conocí en Parma, fui a un homenaje que le hacían. Ya en los años de Ibiza supe de la conexión de Alberti con la isla. Cuando estalla la Guerra Civil, él estaba allí de vacaciones con María Teresa León. Treinta años después volvió y me contó algunas anécdotas. Eso me llevó a escribir un libro de 400 páginas sobre las semanas que estuvo de vacaciones y las que estuvo escondido en un bosque. Era un autor que me gustaba mucho. Como en el caso de Neruda, hay dos Albertis, el del compromiso y el de la poesía pura.

—¿Erza Pound cómo era?

—Lo conocí en 1971. Fui a Venecia con pocas ilusiones de que me recibiera, porque no hablaba con nadie. Tuve la suerte de hablar con él y en español. Lo que Joyce es a la narrativa del siglo XX, Pound es a la poesía. De nuevo es un escritor que se cruza con la historia, polémico, muy genial y rompedor. Las ideas en sus primeros años en Italia lo llevaron a un encierro en un manicomio.

—De Nietzsche dice que no le gustan los filósofos que sangran por la herida de su malestar...

—Para mí la filosofía es algo que está cerca de la sabiduría. Me desasosiegan los filósofos sistemáticos. Nietzsche a veces está en los límites de la poesía, con una sensibilidad patológica.

—Jesús Aguirre, duque de Alba...

—Lo veía en el verano. Me invitaban a su casa en Ibiza y allí hablábamos fuera del mundillo literario en el que él estaba muy sumergido. Tengo una imagen de él distinta a la que luego se ha dado a conocer.

—Julio Llamazares.

—Es un gran poeta al que admiro. Estamos muy en sintonía creativamente. Es un escritor también con raíces. Es una idea muy viva en el libro, la de los autores leoneses y esa enfermedad que yo llamo ‘leonesitismo’ y a la que intento dar una explicación. Ironizo con esa idea de que la literatura tiene que estar en la gran urbe.

—Los Panero.

—Veo el tema a la luz de la psicología. Los niños se quedan huérfanos y se agudiza en ellos la idea de matar al padre. Me llevé muy bien con Leopoldo María. Decía que sólo había dos escritores: Gimferrer y Colinas.

—¿Cómo fue su ruptura con ‘El País’?

—Colaboré desde el principio a petición de Cebrián, al que conocí en Ibiza. Cuando deja la dirección hubo un gran giro de timón. Siempre que veía a Francisco Ayala me decía que tenía que recoger esas colaboraciones en un libro.

—En el libro flota la música.

—Igual que con la pintura, que en los años de Madrid iba del Retiro al Prado, la música fue un gran alivio. También me encanta el cine italiano.

—¿Es coleccionista?

—Tengo algo que me han regalado mis amigos pintores.

—Su padre quería que estudiara Letras en Salamanca y, cosas del destino, allí vive...

—Fue el retorno a nuestra tierra. Mis raíces están siempre en las riberas del Órbigo, pero este territorio es mucho más amplio. Mi territorio es este Oeste de nuestra comunidad. Vine a Salamanca porque estaban estudiando mis hijos aquí y mis padres estaban enfermos. Mi padre quería que estudiara Letra

—¿En las memorias se suavizan las historias?

—Los años de la adolescencia yo ahora no los quisiera vivir. Firmaría por quedarme quieto en mis 70, que es una edad de plenitud. Este libro ha sido una prueba dura. Cuando miro atrás siento desasosiego. Siempre he unido mi escritura con la vida.

—¿Ha obviado los personajes de los que no podía hablar bien?

—Con los «enemigos» literarios o personajes que me hayan creado trabas soy como con la crítica literaria, que subrayo lo positivo.

—¿Se considera un exiliado?

—Salí a los 15 años de La Bañeza porque no había Instituto. No he roto con mis raíces. Siempre he vuelto. La Bañeza sobrevuela todo el libro.

—¿Qué poso queda al haber conocido a tanta gente interesante?

—Me ha llevado a reforzar el afán de abrir mi obra y universalizarla. He proyectado mis raíces, no he hecho ruralismo.

—¿Cuál es el personaje que más le impactó?

—María Zambrano, que la considero una de mis maestras. La conocí en Ginebra, aún en el exilio. Era muy especial. Hablaba como escribía. Se cruzó con la historia y la política, pero había en ella un humanismo que iba más allá de las ideologías.

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