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CULTURA ■ PATRIMONIO

La clausura de todo un museo

El monasterio de Gradefes cuenta con una trastienda asombrosa donde tallas, pinturas y breviarios, ya musealizados, no pueden mostrarse al público por falta de medios. Las joyas más ocultas, una serie de estancias inalteradas desde el siglo XVII

Visitación, la superiora de la congregación, muestra una cocina intacta del siglo XVI, con sus hornos y útiles.

Publicado por
E. GANCEDO | GRADEFES
León

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Mientras esa habitación se habitó, fuera pasaban cosas como que un tal Pedro Calderón de la Barca escribía La vida es sueño o que en las llanuras de Rocroi los tercios españoles pelearon hasta el último hombre en su choque contra el reino de Francia. Pero con su aire de sencillez encalada, su rural placidez, esas estancias constituyen en realidad una de las joyas más escondidas de Santa María la Real de Gradefes, monasterio que oculta sorpresas monumentales, bellezas imprevistas y asombrosos testigos de la historia, de momento y en gran parte, vedados al visitante. Se trata de todo un ala del cenobio leonés, en su día musealizada por iniciativa de la recordada etnógrafa Concha Casado —muy vinculada a este lugar, donde habitó largas temporadas—, y que por breve tiempo pudo ser recorrida y contemplada. Pero la rigurosa normativa estatal relacionada con la gestión de museos y, sobre todo, la necesidad de medidas de seguridad apropiadas, motivaron su cierre. De todos modos, es anhelo al que no renuncian del todo las integrantes de esta comunidad de clausura, pequeña pero singularmente laboriosa, comprometida y luchadora.

«Cuando los señores de la zona marchaban a las guerras, encerraban a sus mujeres en el monasterio para que no fueran raptadas por otros —explica Visitación, la superiora—. Y en estas estancias vivían sin poder salir, aunque contaban con cocina, cama para la sirvienta y una sala común donde cosían y charlaban. La sala y una de las habitaciones se han conservado tal cual estaban, sin cambiar nada, y a mí me parece un acierto». Y mientras habla muestra los dos hornos, grande y pequeño, el hollín viejo de cuatro siglos, varios útiles de cocina y reducidos muebles de madera. «Parece humilde pero esto, para la época, eran lujos. ¡Cómo vivirían, entonces, los pobres!», reflexiona la resolutiva, vivaz Visitación, a la cabeza de una congregación formada por, hoy, once monjas.

«La gente se piensa que vivimos de lo que nos da la Diócesis o algo así. Nada más lejos. Nosotras vivimos de nuestra labor. En su día trabajamos para la fábrica de lencería Teleno, cotizamos y tenemos todas nuestra pensión y nuestros ahorros», aclara. Con eso, y con su diligencia, mantienen muy pulcras no sólo las dependencias del monasterio —la parte antigua y la moderna, y la extensa huerta— sino también la iglesia de airosos perfiles románicos. Pero en torno al templo sí quiere denunciar el estado, en concreto, del tejado: «Hace un tiempo quitamos nada menos que quince nidos de cigüeña, que dejaron las tejas todas molidas —expone—. Hemos pedido presupuesto para renovarlas y nos han hablado de 80.000 euros, algo que está más allá de nuestras posibilidades, necesitamos ayuda del Obispado y de Patrimonio, solas no podemos».

Tampoco pueden abrir al público el ala musealizada a pesar de las incontestables bellezas que esconde. Entre ellas, la talla original de Santa María la Real, de transición del románico al gótico; un Niño Jesús de Juan de Juni que ha sido prestado para varias ediciones de Las Edades del Hombre; una curiosa Virgen de las Aguas encontrada en una presa cercana, en el siglo XVII, y muy milagrosa como atestiguan exvotos también expuestos; antiguos libros litúrgicos; medallas, campanas, llaves, crucifijos... y una urna con unas perlas completamente únicas en su estilo: «Cuando en los años sesenta se abrió el sepulcro de la fundadora del monasterio, Teresa Pérez, estamos hablando del siglo XII, sus restos eran todo ceniza, pero de allí se sacó una cofia, fragmentos de ropa, y sus zapatos», cuenta, y son piezas ya restauradas, mostradas en Madrid y muy valoradas por los especialistas.

Cuando se abrió ese sepulcro, que puede observarse en la iglesia, Visitación tenía quince años y acababa de entrar en un convento cisterciense que contaba con 32 integrantes. «Y qué curioso, de las once que estamos ahora, seis somos de Quintana del Monte, un pequeño pueblo de aquí cerca. ¡Si yo nunca pensé en ser monja! —anuncia con su risa perenne—, pero llevaron allí unas misiones excelentes y yo empecé a sentir algo muy fuerte, algo a lo que no podía decir que no». En la comunidad, dice, «nos cuidamos unas a otras y mira, somos muy felices». La más joven es veinteañera; Venezuela y Costa Rica han suministrado las últimas vocaciones. Desde hace tiempo, de España no procede ninguna.

Y a pesar de la clausura, Visitación se conecta al mundo vía web y correo electrónico, que maneja con destreza, y con el resto de la comunidad sigue elaborando las dulces virutas de San José y otros productos. Orgullosas y celosas de su historia, temen que se repitan robos como los registrados —casi siempre en busca de dinero— del pasado. Por eso instalarán en breve cámaras y alarmas, para proteger un patrimonio que incluye hasta restos de un órgano del XVIII «que se despiezó y vendió en parte, para comer, en los años de la guerra», dice en imparable sucesión de anécdotas.

La iglesia, claustro y sala capitular, y la huerta primorosamente cultivada, cuentan con horario de visitas anual —guiadas en verano—, pero las posibilidades del monasterio son mucho mayores. Con más medios, este insólito viaje al pasado podría salir de su clausura.

Habitaciones reales del monasterio y el claustro, que es a la vez camposanto. F. OTERO PERANDONES

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