MINORÍAS ABSOLUTAS
Lugares raros
La rareza. Para mi bisabuela la rareza estaba en esa caja que se abría en casa cada vez a más horas donde se veían a personas en blanco y negro. Había un estupor y cabreo por aquello de violentar la intimidad del hogar. «Qué tienen que saber esos de la tele lo que se come en esta casa» —decía si se encendía a la hora de comer—. Ahora, para demasiados, la rareza está en lo contrario. En el contacto visual, olfativo o sonoro de un medio donde el verdor, su espesura, su fragancia floral o su estridente recurso de vida preñan el instante con algo más que vida humana. Lo humano como recurso socio-mercantil, publi-comunitario o trending topic nos quita una sombra introspectiva imprescindible para comprender algo más del yo que del nosotros banal.
Hay demasiada vida que ignoramos en nosotros mismos. Hay demasiada vida fuera del «nosotros» que nos hace crecer y sorprendernos (al fin y al cabo eso necesitamos de la vida, un poco de sorpresa cada año que la sobrevivimos). Por eso buscar la rareza, sus rincones de placer y de dolor —ambos forman parte del mismo cuarto vital— nos supone una novedad serena y al alcance de cualquier mano que quiera sumergirse en lo oscuro sin miedo al abismo, para vivir el vértigo necesario de lo importante.
Hoy traigo dos sugerencias para este encuentro con la rareza. El primero es un libro lleno de escucha y disidencia vital. Se titula Teorema de los lugares raros. Es del profesor y poeta Ángel Minaya y lo edita El Sastre de Apollinaire. Descubro por primera vez la poesía de Ángel en este primer libro suyo y ya echo de menos la sorpresa y contundencia del siguiente. Una joya que vista la edad del autor, ha cocinado a fuego lento sin las prisas que el ego genera para publicar.
Si tuviera que definir este libro de asombros, lo haría recurriendo a la vida misma. Es un manual del que sabe mirar y vivir con una plenitud nada normalizada. Habla y canta este libro de la virtud de lo cotidiano visto desde otra perspectiva, un poliedro vivo de una misma experiencia: «Cepíllame el pelo/ esta tos no me ha dejado dormir/ este martillo no es un juego/ la voz/ una canción sutil sobre hierbas y caminos». Todo es vida y verdad en este libro libre «No tengo por qué verlo pero lo oigo/ el pánico de ser una masa y más los pobres que nos pasan cosas/ el oficio de grabar una coma en trescientas diecinueve palabras».
Cada poema de Minaya ofrece un microclima para despertar al mundo. Una nueva manera de mirar. Por eso cuando os digo que traigo dos sugerencias, en el fondo me refiero a una dividida en dos. Por un lado escuchar y vivir el alboroto de la vida natural, alejarse de lo humano un rato al día para saberse mejor. Abrir los poros a los cantos de pájaros e insectos, respirar el calor, la humedad y los polvos fecundos de la tierra… luego, en ese mismo sitio y en soledad, leer algo como «Amo las cosas esas cizañas que no dejan ver el mar el sabor oculto de las fresas perceptible solo en su consumación el zorzal una danza leve en la luz amarilla». Y respirar feliz y desubicado.