Diario de León

CARLOS NÚÑEZ gaitero

«La música más antigua de la península se encuentra en León»

Núñez actúa en Sabero el día 11 y en Sandoval el 14. JAVIER SALAS

Núñez actúa en Sabero el día 11 y en Sandoval el 14. JAVIER SALAS

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e. gancedo | león

Habla despacio y en tono sosegado, en el otro extremo sonoro de esa gaita enérgica y mestiza que ha paseado por los cinco continentes y que, junto a su enorme talento, su insaciable curiosidad musical y su sensibilidad, diálogo y respeto hacia todas las manifestaciones culturales del globo le han hecho acreedor del título de uno de los mejores gaiteros a nivel mundial. Resulta imposible comprimir aquí el abrumador currículum de Carlos Núñez (Vigo, 1971) pero sí podemos reseñar su amor y conocimiento por las tierras (y la música propia) de León. Algo que se traduce en visitas periódicas, las próximas en dos lugares muy singulares: en el Museo de la Minería y la Siderurgia de Sabero (el 11 de agosto, 20.00 y 23.00 horas) y en el monasterio de Sandoval (el 14 de agosto, 21.00). No son unos recitales más. Se enmarcan en un ambicioso proyecto de Núñez y su equipo para tocar en lugares únicos, diferentes, con ‘alma’, de todo el país...

—Está inmerso en una gira amplísima por toda España, pero por lugares muy diferentes a los escenarios habituales: iglesias, castillos, monasterios...

—Y hasta dólmenes. Sí, es una idea que me venía rondando la cabeza desde hacía tiempo y que, por cierto, nos ha costado mucho sacar adelante. Se trata de actuar en lugares mágicos, históricos, interesantes... incluso de difícil acceso, algunos hasta un poco olvidados. Lo curioso es lo difícil que nos ha resultado. No es raro que los ayuntamientos programen conciertos en espacios feos o ruidosos y que olviden sitios llenos de magia. Vamos, que esto no es show business. Más bien ha sido un acto de amor por el país.

—¿Y cómo se le ocurrió?

—Estábamos tocando en unas grandes bodegas de California, por cierto muy cerca de Neverland, la casa de Michael Jackson, y escuchando que producían vino de Albariño y tal, y entonces nos empezamos a preguntar: «Pero nosotros, ¿qué pintamos aquí? Con la cantidad de lugares especiales que tenemos, ¡hagamos esto mismo en casa! Empezamos en Galicia y luego lo ampliamos al resto del país.

—¿Cómo ha sido la reacción del público?

—Pues increíble. Mira, hace poco tocamos en la Colegiata de Toro, un sitio maravilloso, y acudió gente de Madrid y de lugares aún más lejanos. Son escenarios que dotan a cada concierto de magia, de vida, de historia, lo llenan de contenido.

—¿Algo parecido a lo que pasa en el MSM de Sabero? Y en el monasterio de Sandoval, ¿cómo ha sido lo de organizar un recital allí? Es la primera vez que acoge un evento de esas características...

—Al Museo de Sabero llevamos ya cuatro años seguidos yendo, y con mucho éxito. Entiendo que la minería es toda una forma de vida, una cultura, una tradición. Creo que está todo vendido. Y lo de Sandoval va a ser un experimento total. No sé qué pasará, pero tenemos que intentarlo. A cada lugar llevamos un repertorio distinto, y en Sandoval haremos Mil años de música, con sones del Pórtico de la Gloria, de varios cancioneros peninsulares... Una de las cosas de las que me he dado cuenta en todo este tiempo es que la música celta siempre ha estado ahí, ha venido sobreviviendo a lo largo de los siglos, reinventándose sin parar. Viene de muy atrás pero nos ha permitido, incluso, hacer la banda sonora de películas como Mar adentro y otras muchas.

—Justamente es uno de los principales responsables de que a nadie, hoy, le suene raro eso de ‘música celta’.

—Publicamos A irmandade das estrelas en 1996. En 1990 surge la New Age, un fenómeno muy de fin de milenio, de cambio de mentalidad. Algo así como volver a conectar con la Naturaleza, con las cosas importantes. Y por ahí colamos la música celta. Ramón Trecet, en Radio 3, nos ayudó muchísimo entonces.

—¿Y ahora? ¿En qué momento nos encontramos?

—Creo que vivimos una especie de vuelta a los ochenta. De cierta modernidad mal entendida. Muchas artistas de aquí conocen más de la cultura anglosajona que de sus propios sonidos autóctonos. Bob Dylan, en su discurso de aceptación del Nobel, recomendaba a los jóvenes músicos que, antes de dejarse llevar por las modas, se empaparan de sus tradiciones, de sus raíces. Ahí está la clave.

—Con motivo de su última colaboración con el director Carlos Saura hizo un llamamiento a jóvenes músicos tradicionales de toda España: tocó con muchos, y con mucho talento...

—Sí, por supuesto. Pero el acceso a los medios de masas lo tenemos difícil, casi imposible. Lo que yo pido es, al menos, que podamos competir en igualdad de condiciones. Si pagas por un buen vino o por marisco, también debes pagar por la buena música. Valorar ese trabajo. Esa aparente gratuidad de la música que se está imponiendo me parece un poco destructiva.

—De todos modos, hay territorios donde, a pesar de contar con un bagaje sonoro tradicional enorme, el folk no acaba de ‘romper’. Es el caso de León.

—Yo veo dos grandes áreas musicales en España: la dominada por el Mediterráneo, con la guitarra como emblema, y la dominada por el Atlántico, con toda esa familia de instrumentos que denominamos gaita (la gaita propiamente dicha, la dulzaina, etc.). León entra claramente dentro de esta última. Lo que pasa es que Galicia y Asturias se han beneficiado de ese sello de la música celta, de ese glamour (Galicia lo ‘estrenó’ hace cien años), pero León es un arcón lleno de joyas en cuanto a instrumentos y modos. No tengo duda de que la música ibérica más antigua está en León y Zamora porque son cruce de caminos, como la síntesis de todas las culturas ibéricas. En esa tierra yo noto mucha fuerza y tengo un público muy, muy fiel. Por cierto, en diciembre volveremos a tocar al Auditorio.

—Pero las tradiciones se pueden perder si no son, de algún modo, reactivadas, ¿no?

—Por supuesto. Y de hecho ya hay toda una generación que ha desconectado del mundo tradicional, y a muchos niveles. El mundo se ha convertido en un gran hipermercado donde puedes encontrar lo mismo en Madrid que en Toronto. Pero las cosas que nos hacen diferentes tienen un valor especial.

—¿Qué queda en usted de aquel niño ansioso que se mareó en cuanto sopló la primera gaita que le compró su padre?

—En cada concierto, en cada actuación, vuelvo a revivir aquello. Conecto con esa sensación de empezar de nuevo. Y nunca me canso. Es el ‘no pares’ que te dice esa gente mayor que apenas puede moverse pero a la que la música activa de nuevo. Notas el poder, la energía que emana de los instrumentos.

—¿Cuál será su próxima aventura creativa?

—Pues mira, no será un disco sino un libro, La hermandad de los celtas, de 600 páginas, después de haber hablado con muchos arqueólogos y musicólogos, con el que quiero superar esa idea superficial sobre lo celta que suele tener la gente.

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