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Ellas también matan

Tori Telfer repasa los crímenes más sangrientos y sofisticados cometidos por asesinas en serie Son las ‘obras maestras’ de las damas que hicieron del asesinato una de las bellas artes

Portada del libro.

Publicado por
León

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Roy Hazelwood, agente del FBI, sostenía en 1998 que «las asesinas en serie no existen». La periodista y escritora Tori Telfer (Chicago, 1988) demuestra cuán errado estaba. Que ellas también matan, y lo hacen en cadena y con saña. Reúne en Damas asesinas (Impedimenta) una espeluznante galería de mujeres letales, que no fatales.

Con notables dosis de vitriolo y humor negro, resucita las historias de una quincena de ‘maestras’ del crimen que con sus hazañas homicidas hicieron bueno el deseo de Thomas de Quincey de considerar el asesinato como una de las bellas artes. Son asesinas brutales, despiadadas y sofisticadas, capaces de hornear deliciosos pasteles con ‘sorpresa’, de filetear con habilidad quirúrgica a sus víctimas, acusadas de bañarse en su sangre para mantenerse guapas, o de administrarles venenos indetectables para los forenses. Hijas, madres, abuelas, esposas, amantes... todas están conectadas por su vileza. Para saber de qué hablamos, basta teclear en un buscador nombres como Erzsébet Báthory, ‘la condesa sangrienta’; Nannie Doss, ‘la abuelita risueña’; Lizzie Halliday, ‘la peor mujer del mundo’; Elizabeth Ridgeway, ‘la santa diabólica’; Raya y Sakina, ‘las víboras’; Darya Nikolayevna Saltykova, ‘la torturadora rusa’; Mary Ann Cotton, ‘la maldita’; Tillie Klimek, ‘la sacerdotisa de las barbazul’; Alice Kyteler, ‘la hechicera de Kilkenny’; Kate Bender, ‘la bella rebanadora de pescuezos’, o Marie Madeleine Marguerite d’Aubray marquesa de Brinvilliers y ‘reina de las envenenadoras’.

Hace notar Telfer cómo al hablar de los criminales en serie más letales de la historia pensamos «siempre» en varones con apodos «como Jack el Destripador, el Carnicero de Berlín o el Violador vampiro», y como los anales del crimen olvidan a estas damas de la muerte. Casi 150 asesinas en serie censadas por los estudios más serios, frente al millar largo de asesinos. Un 10% de criminales en serie femeninos que Telfer pone bajo su microscopio con un enfoque que renuncia a las explicaciones más tópicas, recurrentes y facilonas —«lo hizo por amor», «es un asunto hormonal», «un hombre malvado le obligó a hacerlo»— y los tópicos machistas —«era una ‘femme fatale’ o una bruja»—.

Sadismo y veneno

Abre la serie con la sádica condesa húngara Erzsébet Báthory, que en el siglo XVI protagonizó uno de los episodios más sangrientos de la historia criminal. Descendiente de Vlad Tepes, el Empalador, se le achacan 650 muertes. Obsesionada por la belleza, infligía a sus doncellas y criados los castigos y torturas más terribles, cortándoles los dedos, quemándoles y obligándoles a practicar canibalismo. Si se cansaba, obligaba a otros sirvientes «a continuar con la faena», instándoles a ser más crueles para evitar ser ellos los torturados.

La rusa Darya Nikolayevna Saltykova mostró en el XVIII el mismo comportamiento. Mató al menos 38 de sus sirvientes, que no tenían más derechos que sus caballos y demás bestias domésticas, aunque se le acusó de 140 asesinatos. Fue denunciada y castigada de forma ejemplarizante por Catalina la Grande, pero eludió la pena capital, abolida en la Rusia de entonces, y murió recluida en un convento.

También terrible fue la marquesa de Brinvilliers, que brilló en el París de la segunda mitad del XVIII. Inteligente, culta y bella, casada con un aristócrata siempre ausente, era deseada y cortejada por decenas de rijosos varones. Convirtió a muchos de ellos en sus amantes, pero cuando se cansaba usaba el veneno con prodigalidad y eficiencia. También contra su padre y sus hermanos. Fue decapitada y su cuerpo quemado en la hoguera.

Mary Ann Cotton, una virtuosa de aquel «arsénico sin compasión» que se repartía en la magnífica película homónima de Frank Capra, se cargó a tres de sus cuatro maridos, y quizá a once de su trece hijos, con esta sustancia letal. A mediados del XIX, cuarenta años antes de Jack el Destripador, Cotton, marcó un hito en una Inglaterra paupérrima y hambrienta.