La pianista Belén Ordóñez repasa hoy ocho obras del compositor astorgano
El nacionalismo de Fernández Blanco en el Auditorio
La obra pianística de Fernández Blanco encierra dos vertientes bien definidas, que abarcan distintos períodos de su vida, a caballo entre América latina y Europa. Lo que esta tarde nos ofrece, a partir de las 20.30 horas en el Auditorio, la pianista Belén Ordóñez es una densa muestra de ese nacionalismo con guiños a Europa que el compositor astorgano plasmó en la mayor parte de sus creaciones para piano. Aunque el programa del Festival es puro celofán, envolviendo una descuidada información, ya que en ningún momento se indica ni el lugar de celebración de los conciertos, ni la hora del inicio de los mismos y carece de las notas ilustrativas que den sentido a un homenaje como el que se pretende hacer, -en ninguna de sus páginas figura la trayectoria vital y artística del compositor ni de ninguna de sus obras, teniendo el espectador que enfrentarse a las composiciones, algunas de ellas complejas, sin ninguna orientación estética ni estilística a cerca de lo que va a escuchar a no ser las biográficas de los intérpretes- el contenido de los programas, como el que hoy podremos escuchar, está orientado en torno a la obra compositiva de Fernández Blanco desde las distintas facetas de su creación. Belén Ordóñez abrirá su concierto con Tres piezas op.6, de Ginastera, antes de entrar de lleno en el homenaje a Evaristo, propiamente dicho, con La Sonatina en tres movimientos, composición de 1920, Andalucía, una obra que forma parte de un conjunto de otras diez composiciones próximas en el tiempo, y que están consideradas como menores dentro del conjunto de su producción. Cerrará el concierto una serie de seis piezas breves que van del año 1918, La Serenata, a 1932, La Danza Leonesa, pasando por Serenata Andaluza (1922), Tres Preludios (1929) y el Movimiento Perpetuo, una de las obras más interpretadas y grabadas del astorgano, que está fechada en 1928. Un compositor comprometido Mucho queda por hacer en torno a la figura de Evaristo Fernández Blanco, del que desde el homenaje que su ciudad natal le hiciera en 1986 con motivo del bimilenario de Astorga no se había vuelto a reavivar la llama del recuerdo a no ser esporádicas interpretaciones en el Festival de Música Española de hace unos años y en RNE, donde se emitió la entrevista que le hiciera el compositor Cruz de Castro con motivo de su noventa cumpleaños, así como fragmentos de algunas de sus obras más representativas, obras que incomprensiblemente no vamos a poder escuchar en este Festival de León ni en Astorga, como la Obertura Dramática, la Suite de Danzas Antiguas, reestrenada en el mes de marzo por la Orquesta de RTVE en el Monumental de Madrid, ni las hermosísimas Impresiones Montañesas, de 1921. «Lástima que mi obra sinfónica no se interprete más. Me hubiera gustado que en el homenaje que me hicieron se hubiera tocado alguna obra orquestal mía, pero no se pudo conseguir una gran orquesta. Otra vez será», nos dijo Evaristo en una ya lejana entrevista. Ahora hay una gran orquesta como de la Castilla y León (actúa el día 12) y otra como la Ciudad de Oviedo (el viernes) que no incluyen una sola obra del maestro en programa; y la comunitaria mete con calzador dos de sus más pobres composiciones para orquesta: Las dos danzas leonesas y las Tres piezas breves. Intereses partidistas, silencios obligados y, sobre todo, un profundo desconocimiento de la persona y de la obra del maestro astorgano, han sido el mejor caldo de cultivo para mantenerlo en el más completo anonimato todos estos años. Último discípulo de Bretón y primero de Conrado del Campo, la obra de Evaristo refleja las conjunciones de las tendencias nacionalistas, clásicas y modernistas, conformando un estilo personalísimo en el que siempre tuvo cabida el folklore leonés. «Con sólo recurrir a mi alma y a mis sentimientos puedo escribir música leonesa», nos diría hace doce años, en una ya lejana entrevista para Diario de León, cuando una fortuita caída le mantenía postrado en su madrileña casa de Moratalaz, lúcido pero apartado de las tareas compositivas, aunque no prácticas, pues solía tocar el piano diariamente. Hambre y miseria, miedo y olvido, es lo único a lo que podía aspirar un músico que perdió la guerra como Evaristo. Una guerra que no sólo se cobró víctimas humanas, sino que relegó al más absoluto anonimato a quienes lograron sobrevivirla. Primero el exilio interior huyendo de la represalia y luego el exilio exterior para buscar el pan y un poco de ese reconocimiento que sólo vendría cuando su vida estaba ya más que cumplida. Ahora y, esperemos que en años sucesivos, su obra vuelve a ser escuchada, admirada y grabada.