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OPINIÓN Eugenio de Nora

Los patriarcas de las letras leonesas

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León

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Quiero referirme al artículo titulado Panero regresó a casa, reseña de la lectura realizada, en efecto, en el jardín de su casa, bajo el patrocinio del Instituto de Estudios Astorganos Marcelo Macías, el 21 de este mes de agosto (la reseña es, naturalmente, del día 22). El párrafo sobre el que llamo la atención es el que me define, «junto con Victoriano Crémer, el patriarca de las letras leonesas». Lo grave aquí, me parece, es el empleo del artículo, que parece significar que hay precisamente, y sólo, dos «patriarcas». Si se dijera «uno de los patriarcas», dejando la puerta abierta a otros (pienso, por ejemplo, en Ramón Carnicer), no habría nada que objetar. Pero ocurre, además, que en el contexto de la obra de Leopoldo Panero, perteneciente a la Escuela de Astorga, es incomprensible, e imperdonable, no sacar a la luz, explícitamente, al único representante actual de tal grupo y gran polígrafo, que es don Luis Alonso Luengo, más que nadie auténtico patriarca de las letras leonesas. Tal reconocimiento es de estricta justicia. Lo que seguramente subyace en el hecho de nombrarme, patriarca o no, junto a Victoriano Crémer, es el haber coincidido ambos, allá por los años 44-50, al frente de la revista Espadaña (por supuesto, al lado de don Antonio Gutiérrez de Lama, que sería, si viviera, el otro gran patriarca de nuestras letras). No minusvaloro el interés de aquella cooperación, ni la parte que en ella me corresponde, pero aprovecho la ocasión para recordar que mi participación en lo que la revista Espadaña representó, fue, por así decir, puntual, reflejo de una etapa en la que yo no era más que el difuso borrador, el proyecto de lo madurado después. Creo que tanto Victoriano Crémer como don Antonio realizaron entonces lo mejor de su obra; por el contrario, yo empecé a ser yo mismo precisamente en los años siguientes, al dejar atrás los influjos de Vicente Aleixandre y Pablo Neruda, y la obsesión sartriana de la literatura «comprometida». Yo asumo, pues, aquella etapa, pero (no ahora, sino ya desde entonces), con plena conciencia de su provisionalidad. No era casual que firmara algunas cosas con el pseudónino de Younger: el más joven, alguien que casi no existía al lado de unos compañeros también todavía jóvenes (ambos andaban entonces por los 37 años), pero ya maduros en comparación con un muchacho de 20 años; es decir, de una evolución entonces imprevisible. En efecto: cooperador de Espadaña, sí (y al haber sido relativamente precoz, aunque no tanto como otro de nuestros colaboradores reiterados, José María Valverde, con un aporte por así decir germinal, origen de lo que vino después): cooperador, pues, sí; pero «espadañista», rotundamente, no. Es una vieja historia. En otra ocasión me he preguntado, y no en broma, sino muy seriamente, si hubo alguna vez «espadañistas».

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