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CRÍTICA DE MÚSICA/M. A. Nepomuceno

Sólo queda silencio

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León

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Con estas palabras que dan título a esta columna se expresaba ayer al finalizar el magnífico Réquiem polaco su creador y director Kristof Penderecki. «¿Qué se puede añadir al Fac eas Domine, de morte transite ad vitam, con el que concluye la obra sino es un profundo y prolongado silencio que haga de fermata rotunda y conclusiva?», dijo sonriente el maestro. En efecto, tras el electrizante final, nada más se puede ni se debe añadir a esta soberbia obra, que anoche ofreció en el Auditorio la Orquesta de Castilla y León, el coro de Cracovia y los solistas Isabela Klozinska, Jadwiga Rappe, Adam Zdunikowski y Benno Schollum. Tras los aplausos fuera de lugar dirigidos al concertino de la orquesta, en una de las modas más estúpidas que en los últimos años recorre algunos auditorios españoles como plaga incontrolada y que tiene su origen allende el Atlántico, los cuatro solistas escoltados por Penderecki aparecieron en el escenario para iniciar uno de los conciertos más esperados de la programación. Compuesto entre 1980-84 para cuatro solistas, coro mixto y orquesta, el Réquiem polaco permanece como un bloque intachable de estilo contrapuntístico que se divide en las secciones típicas de la misa de difuntos en latín más la incorporación de algunos textos y partes que fueron escritas y estrenadas por separado. La unidad orquesta-solistas-coro-director, funcionó como un perfecto mecanismo de precisión alcanzando momentos sobrecogedores en el Dies Irae, el Recordare y, sobre todo, en el hermoso Lacrimosa, la parte más antigua del Réquiem, que alcanzó momentos desgarradores al lado de otros majestuosos, como el Agnus Dei o el Libera Me, servidos por las voces de lujo del Coro de Cracovia, en todo momento exultante, afinado, y pletórico de sutilezas dinámicas, sin llegar en ningún momento al grito ni a la aspereza y alcanzando en la secuencia la polifonía del fraseo. El cuarteto solista rozó la perfección en las voces femeninas, con una soprano de voz potente, con suficiente fiato para escalar las cimas de una partitura extremadamente exigente en la zona aguda y lo suficientemente gratificante para recoger las mieles de unos impecables dúos con tenor y mezzo que fueron tal vez lo mejor de la noche. Impresionante igualmente la mezzosoprano, con una tesitura extensa, impostada en todo momento, pese a las disonancias a las que la exigente partitura la sometió, su canto fue de una nobleza y de un empaque sobrecogedores, dejando muy atrás al tenor, de voz demasiado lírica para su partichela, y al barítono, de pobre extensión y similar potencia de emisión. Ambas voces masculinas cumplieron con dignidad aunque ¿qué hubiera ocurrido de ser de similar calidad que las femeninas? Sin duda un Réquiem para la historia. La Orquesta de Castilla y León, que no pasa por un momento especialmente bueno, estuvo magnífica, como en los mejores tiempos de Max Bragado, con una cuerda afinadísima, un metal soberbio y una madera acorde, mientras que la percusión dio más que lo que se le exigió. La dirección de Penderecki, como siempre, ampulosa, perfeccioncita y a veces poco ortodoxa, pero siempre preciso en las pautas de entradas tanto de solistas, coro y orquesta. Su Réquiem es profundo, en algunos momentos, como en el Rex Tremendae; y en otros, épico, ditirámbico, que no permite distracción ni a intérpretes ni a los oyentes. Muy diferente al que hace ahora 16 años presentó el ilustre polaco en la Catedral, dentro del marco del Festival de Órgano, del que hizo una lectura incendiaria, imprimiéndole un tempo más vivo, menos reflexivo y sí más espectacular, el de ahora fue un Réquiem para la reconciliación, una misa de difuntos en el más estricto sentido del término, plagada de símbolos y recuerdos de otro tiempo menos gratificante, donde los hombres no permitían que la intolerancia dictase su destino. Un Réquiem que ha marcado un antes y un después en la historia de la música del siglo XX y que sin duda permanecerá como piedra miliar de toda la música del XXI. Lux perpetua luceat eis.

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