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OPINIÓN Miguel A. Varela

Un rebelde austero

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León

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Le preguntaron una vez en uno de esos cuestionarios periodísticos en los que el entrevistador quiere ser más ingenioso que el entrevistado qué era lo más estúpido que conocía. «La vanidad», respondió sin muchas dudas Ramón Carnicer, el escritor que cumple noventa años el mismo día en que el mundo festeja con afán consumista el nacimiento de un judío iluminado cuyo mensaje hace tiempo traicionamos. Hijo y testigo de un siglo convulso y contradictorio, Carnicer es una de esas personas a las que nadie ha regalado nada. Su biografía es testimonio del esfuerzo personal, de la superación basada en el trabajo, de una honradez intelectual que ha dado como resultado una obra literaria conscientemente alejada del perverso mercadeo, de los dudosos cantos de la fama, de esa estúpida vanidad que tan poco tiene que ver con la necesidad de plasmar el pensamiento por escrito. Su inicio tardío en la escritura -cuando publicó su primer libro, Cuentos de ayer y de hoy, rondaba el medio siglo- lo compensó con una abundante producción posterior que abarca todos los géneros salvo la poesía, un territorio que sólo pisó, por obligación cronológica y con escasos resultados, en la adolescencia. «Todo requiere un tono y un talante determinados; los míos no van por ese lado», me confesó hace años en una entrevista. Ha cultivado, sin embargo, el cuento, alguno trasladado a la pequeña pantalla; la novela, en la que no suelen faltar referencias biográficas; el ensayo, docto pero ameno y esclarecedor; el artículo periodístico, cercano y no exento de humor; el memorialismo, condensado en dos volúmenes pormenorizados y puntillosos; la reflexión filológica, precisa y atenta con su querida herramienta del lenguaje; o el libro de viajes, donde se pueden encontrar magníficas muestras de su voraz curiosidad y de su mirada humanística, además de provocarle, en el caso de Donde las Hurdes se llaman Cabrera, más de un problema con la decimonónica jerarquía eclesiástico-política provincial de la época. Es una obra compleja y completa, de suficiente altura como para que su nombre se reconozca por justicia en los cánones de la literatura nacida de esta provincia sin necesidad de mayores promociones. Pero Ramón ha huido permanentemente de banderías geopolíticas y de camarillas literarias: es probable que esa actitud le mantenga apartado de los oropeles oficiales. Ellos se lo pierden. Este hombre «de aventajada estatura, flaco pero de naturaleza saludable, de piernas largas y no sabemos si bien formadas», como lo describió Pereira, ha mantenido desde Barcelona una puerta abierta el mundo, por el que se ha movido con la mirada abierta del viajero, nunca con la rutina ociosa del turista. Y su casa, sus conocimientos, su conversación, su familia y su correspondencia han estado a disposición de todos aquellos que han querido conocer un poco mejor a este rebelde austero y sobrio, cordial y educado, escéptico e intenso. Yo no sé qué se siente al cumplir noventa años, pero si la biología me concediera esa experiencia me gustaría poder llegar a ellos como Ramón Carnicer. Y poder concluir, como él, que uno ha aprovechado bien ese trozo de tiempo que llamamos vida empleándolo en un sueño de pasión, que es la trascendencia de los agnósticos. Felicidades, Ramón.

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