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OPINIÓN Victoriano Crémer

¡Tanto penar para morirse uno!

Autorretrato del fallecido poeta José Hierro

Publicado por
León

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La última vez que nos vimos, todavía me considerabas como el más viejo de la tribu, pero en tu palabra, siempre subrayada con una sonrisa entre burlona y maliciosa, se encerraba una enormísima cantidad de humanidad. Lo peligroso de morirse es que inevitablemente se producen los fenómenos que el recuerdo suscita en los demás. Y en estos recuerdos se acumulan trances de los que alimentaron tu notoriedad, como publicaciones que constituyen un éxito de electores, (ya ves tu, Pepe, hablar de éxito de lectores cuando tenemos presente la especialidad del verso), pero así es la vida y a ti ésta, la vida, ni te había tratado bien ni por otra parte te había desdeñado. Fuiste, si se quiere, un desconocido acosado cuando comenzabas a tejer y devanar el apretado ovillo de tu imaginación. Amaste y fuiste amado con la medida y la tensión con que los seres humanos más o menos dejados de la mano del hombre, somos capaces. El amor y la poesía es lo único que nos quedaba y lo que nadie nos podría quitar. Te aplicaron lo que «poeta social» no porque tus inclinaciones te llevaran a cultivar un campo específico, sino sencillamente porque a los manipuladores de la cultura les interesaba aplicar a quienes no pertenecían a determinadas cofradías, un término, una clasificación que sirviera para que el lector se alejara. Naturalmente no lo consiguió y tu poesía, tan limpia, tan entrañada en la hombredad doliente, continuó haciéndose su camino, que era, por cierto, el camino que hacia el alcázar glorioso de la autenticidad conduce. Cuando me alcanzó la noticia de tu definitivo desvío hacia nunca se sabe dónde, me sentí como traspasado por mil cuchillos, porque nuestra amistad databa precisamente de cuando para sentirnos de pie, nos apoyábamos los unos en los otros. Al cabo del mucho andar, del mucho sentir y del mucho romperte las sienes contra los muros sordos de una sociedad escasamente proclive a entender los ritmos y los fulgores del pensamiento real, frente a la figuración de los pintado, de lo dictado, de los convenido, fuiste al fin reconocido y honrado y tu mismo te sentiste como agarrotado por aquel ventarrón que te envolvía como un manto soberano. Y todos aceptamos aquella proclamación que, en resumidas cuentas, venía a ser tanto el reconocimiento de tus gozos y glorias, como el acto penitencial de todos aquellos que no supieron o no entendieron o no quisieron darse por aludidos. «La mano es la que recuerda. / Viaja a través de los años, desemboca en el presente / siempre recordando... Y como perdido en tus propias nostalgias, en tus ensoñamientos, levantabas un momento la mirada de la cuartilla blanca y con los dedos, como si de ellos sacaras las formas, las líneas y las sombras, te asomabas a tu autorretrato. Era el momento de la gran emoción humana. Y se te cargaban los ojos de lágrimas. Estampado quedas, por los siglos de los siglos, en las grandes y definitivas historias de la cultura española, con tu sonrisa de hombre bueno, con tu andar de batallador que no se resigna a abandonar el campo mientras se perciba el rumor del clarín, y con tus versos, tus bellos versos, tan exentos de residuos ambientales que les convieren como en el gráfico testimonio de un tiempo bien preciso, en el cual no era, no es todo lo que parece, sino quizá todo los contrario.Tu fuiste, Pepe Hierro, todo lo contrario que necesitamos, porque precisamente de no existir hombre de tu medida, poetas de tu hondura, es de lo que adolecen las sociedades, que llaman modernas, nunca se sabe por qué, por tú si que fuiste siempre moderno, tanto en aquella Tierra sin nosotros de 1947 como en esa intensa pesquisa de Cuaderno de Nueva York. Muchos viajes hemos hecho juntos. Hoy te fuiste si advertirme de tu fuga. Y me siento un poco más solo, un poco más dejado de la mano del hombre necesario.

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