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EDIFICIOS EMBLEMÁTICOS

Cuando nadie quería ‘alojarse’ en San Marcos

Peleas. Fue cárcel, hospital, convento, residencia de la Orden Militar de Santiago, depósito de sementales, campo de concentración. También sede de varias instituciones culturales y académicas, que convivieron entre roces y tiranteces.

El edificio de San Marcos a finales del siglo XIX. JANE DIEULAFOY

Publicado por
Pedro Víctor Fernández
León

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Los muros de San Marcos guardan historias para llenar una alforja de legajos. El Instituto de Segunda Enseñanza , por ejemplo, estuvo alojado entre sus muros durante siete cursos. La trayectoria de aquellos inicios tiene rabo y espinazo. Desde 1841 se había remitido informes del Ayuntamiento de León y de la Económica de Amigos del País al Ministerio de la Gobernación, pidiendo encarecidamente la creación de un instituto provincial «sobre la base del Seminario Conciliar». Resulta paradójica la coletilla clerical, pues se trataba de un centro público, a cargo del Estado.

Pero, ¿con qué rentas se iba a sostener? Las autoridades de León habían echado cuentas y rascaron sus cajas de caudales hasta llegar a un ingreso extra de 52.469 reales. Contaban con que la Diputación Provincial pagaría la factura principal, pues obtenía beneficios excepcionales de las propiedades y terrenos del priorato de San Miguel de la Escalada y fincas de las cofradías de San Adrián y San Blas de Mansilla de las Mulas, cedidas por el obispado a la comunidad de Ermitaños de San Agustín y ahora desamortizadas. Todo con tal de convencer a los políticos de Madrid para que dieran el visto bueno al proyecto y luego dejar en manos de la Diputación los pagos directos de la nueva institución educativa. Y el plan se cumplió.

Una ley de 1844 había permitido levantar institutos en todas las provincias, así que el 4 de julio de 1846 se reunieron en la sede de la Diputación de León los adalides que habrían de impulsar el proyecto: Francisco del Busto (gobernador civil y presidente), Melquiades Valbuena (León), Juan Piñán (Riaño), Segundo Sierra (Murias de Paredes), José Escobar (La Vecilla) y Evaristo Blanco (Astorga), comisionando a Bustos, Piñán y Escobar para llevar a cabo el resto del cometido: «Pronto sus cátedras se repartieron en el Seminario y las antiguas de Latinidad». O sea, no tenían edificio propio. En realidad, el instituto vivió de alquiler varios años.

Contaban con la manga ancha del obispo, que cedió unas aulas de seminario, y del ayuntamiento, que hizo lo propio con las aulas de latinidad, hasta que entre todos decidieron que lo mejor era irse al convento de San Marcos y ocupar su planta baja. Se prefería este edificio al de las Escuelas Pías, aludiendo, entre otras bondades, «el marco arquitectónico incomparable». ¿Quién se podía negar ante un argumento de tanta enjundia? De hecho, aunque se había contemplado también algunas habitaciones del Palacio de los Guzmanes para alojar a la nueva institución académica, la candidatura se deshizo en pocos días.

Incómodo San Marcos

Pronto quedaron en evidencia los inconvenientes del flamante edificio plateresco: la distancia–(León vivía dentro de su muralla), el mal estado de la calle Renueva —baches, lodazales— y la proximidad al río Bernesga, peligroso para los alumnos y con muros que no resistían las inundaciones invernales.

Alarmados, los padres de los alumnos escribieron en 1847 a la reina Isabel II, alertando de que el río pasaba a tres varas del edificio y que en los duros inviernos leoneses el arrabal de Renueva recibía aguas de huertas y prados, lo que provocaba frecuentes inundaciones. Ante tales quebrantos, alumnos y profesores tenían que dar un rodeo por la actual calle Suero de Quiñones, cuatro veces al día, de lunes a sábado. «Uníase también la discutible oportunidad de llevar a San Marcos una cárcel de clérigos, y añadiendo a todo la convivencia de dos centros de enseñanza, llegó a términos de pedir en todos los tonos el traslado del Instituto a la ciudad». ¿Dos centros en San Marcos? Sí, el otro era la Escuela Veterinaria, con los que hubo difícil convivencia.

Pero eso no era todo. También estaban allí instaladas la Comisión de Monumentos y la Casa de Misiones de la diócesis. El marco incomparable amenazaba tormenta tras su rutilante fachada repujada en piedra. Además, la lejanía de la ciudad provocaba faltas de asistencia por enfermedad o indisposición del alumnado, sin contar con los elevados gastos de reparación y mantenimiento del edificio.

Obras de primera necesidad

Se encargó entonces un presupuesto de acondicionamiento al arquitecto Isidro Selva, que ascendía a 94.210 reales, poniendo así remedio a las obras de primera necesidad (tejados, iglesia, cátedras, asientos, blanqueo de paredes). No faltó algún espíritu frailuno que echaba de menos un reloj de campanas en el centro del edificio. El resto se quedó en agua de borrajas, aunque sobre el papel se había presupuestado un colegio interno para 30 alumnos y habitaciones para profesores y conserje.

Sin arrinconar el ámbito religioso, el 4 de octubre de 1848 se bendijo la iglesia de San Marcos, después de «haber sacado mucho escombro e inmundicias y haber alzado provisionalmente dos altares, economizando gastos en tales ternos». Los escolares ya podían oír misa «sin faltar a las asignaturas», pero el acomodo fue difícil y la convivencia con los veterinarios en nada resultó pacífica. «Con aparente paradoja —cuenta Cordero del Campillo— una persona vinculada al instituto aloja, en lugares destinados a la escuela, varias reses vacunas y lanares, y para que abandonara dichos locales fue precisa la intervención del gobernador civil»». Además, el director del instituto no permitía que los de veterinaria ocuparan espacios que no tenían asignados, ni que los profesores veterinarios sacasen libros de la biblioteca del instituto, tampoco que los alumnos de esa escuela entraran por la puerta principal. El litigio se mantuvo hasta 1855, cuando el instituto abandonó el edificio para mudarse a otra sede, más cercana a la ciudad.

Lo cierto era que la distribución del edificio resultaba acertada, disponiendo de dependencias en torno al claustro: secretaría, cátedra de Ciencias Naturales, sala de actos, cuerpo de profesores... En el pato interior se ubicaron cinco aulas cómodas, ventiladas, con buena luz y bancos corridos, una de ellas con forma de anfiteatro. Desde el claustro se accedía a la iglesia, habilitando para capilla el presbiterio y el altar mayor, con imagen central pero sin retablo, frente al coro de Juan de Juni. En el segundo piso se asentó el despacho del director y espacios para conserje y portero (los tres tenían habitaciones, los dos últimos con sus respectivas familias).

La biblioteca se había formado en 1844, con libros de los conventos suprimidos en la provincia, abierto al público en un salón del convento de monjas Catalinas y quedando agregada al instituto tras constituirse este. Contaba con 6.000 volúmenes, la mayor parte encuadernados con pastas, en un salón cómodo para la lectura. Destacaban los tratados de teología, comentarios de libros religiosos y una colección de biblias, como la políglota de Arias Montano, con dos autógrafos del compilador. Ese fue el origen de La Biblioteca Pública de León.

La factura

Hasta finales del XIX, la Diputación cubrió la mayoría de los gastos, incluso la nómina de los catedráticos, que por aquella no cobraban mucho más que un maestro de escuela, en concreto 49.000 reales el primer curso para toda la plantilla. El Instituto se costeó con arbitrios: 1 real en fanega de sal, hasta 12 reales por cántara de aguardiente consumido en la ciudad de León, según tamaños (5, 7, 9 y 12 reales) y 2 maravedíes en el seguro de puertas por cada libra de cualquier carne que se consumiera en la ciudad, exceptuando la del cerdo. Todo ello suponía un montante de 114.000 reales en 1846, «que aplicadas con inteligencia y economía a las necesidades del Instituto —escribe el gobernador civil— nos da para las más imprescindibles, especialmente para la habilitación del local». A ello había que sumar ingresos por matrícula y por derechos de examen de bachiller. Las cuentas cuadraban, así que se aprobaron dichos arbitrios y se designaron a los nuevos catedráticos.

También se propuso a Francisco del Valle, clérigo exclaustrado, como director del centro, pues desde 1810 venía desempeñando cátedras de latinidad en Valencia de Don Juan, Benavente y León. El curso 1846-47 arrojaba 108 alumnos, todos matriculados en uno de los 4 cursos de Filosofía. Llama poderosamente la atención que solo 19 alumnos residieran en la capital, lo que deja en evidencias que pisaba fuerte el clero leonés en materia educativa, pues muchas familias preferían a sus hijos internos en los seminarios de León, Astorga y Valderas. El resto de los matriculados procedía de provincias limítrofes y núcleos de la provincia, incluso de lugares menores como Villaquejida, Lugán, Pardavé, Velilla de la Vega y Campo de Villavidel.

Coincidiendo con el cumpleaños de Isabel II, se había inaugurado el centro, con presencia de autoridades civiles, militares y eclesiásticas —las fuerzas vivas–- además de cabildos y corporaciones. Pronunciaron sendos discursos el jefe político de la provincia, F. Bustos, y el director del instituto, F. del Valle.

El acto, presidido por un retrato real, transcurrió en dependencias del seminario y lo concluyeron con un grito a coro: ¡Viva la reina! El instituto sobrevivió a aquella monarquía llena de altibajos, pronunciamientos y guerras civiles, para seguir su propio y accidentado sendero. De hecho, se iba a instalar pronto en el antiguo convento de los escolapios, donde permanecería 63 años. ¿Significa eso que habían ganado en la pugna los de veterinaria? La respuesta forma parte de otra historia…