Diario de León

Roca Barea reivindica a Alonso Salazar en ‘Las brujas y el inquisidor’

PLa escritora e historiadora Elvira Roca Barea. JESÚS DIGES

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Luchar contra los estereotipos se ha convertido en una hoja de ruta para Elvira Roca Barea (El Borge, Málaga, 1966). Lo hizo hace unos años con Iperiofobia leyenda negra’, un polémico ensayo que ha alcanzado las 40 ediciones y donde criticaba la mala imagen, impulsada por sus enemigos, de España. Ahora, la historiadora insiste en romper con las creencias en su primera incursión en la ficción, Ls brujas y el inquisidor’. Una novela con la que ganó el Premio Primavera de Espasa y donde reivindica al inquisidor Alonso de Salazar. Burgalés de 1564 y miembro de una familia hidalga de mercaderes de lana y funcionarios, mantuvo una estrecha relación de amistad con el obispo de Jaén, Bernardo de Sandoval, que lo incorporó al Santo Oficio cuando fue nombrado inquisidor general en 1609.

Su primer destino fue Logroño y allí se topa con el caso de las brujas de Zugarramurdi. «Era un hombre extraordinario que no se dejó arrastrar por las creencias de su tiempo», explica la autora. «No flaqueó en ningún momento cuando lo más fácil hubiera sido transgredir», añade Roca Barea, que con este libro pretende sacar a la luz a un hombre escondido tras muchas «capas literarias y convertido en un arquetipo literario». La Inquisición española pasó a ser demonizada dentro de la leyenda negra, explica Roca Barea; después, en el siglo XVIII y gracias a Friedrich Schiller y su ‘Don Carlos’ nace el prototipo del inquisidor —túnica negra, tétrico, mirada penetrante— que ha calado en el imaginario colectivo. «De ahí pasas a Dostoievski y nombre de la rosa’. Pero en la Edad Media, donde está ambientado este libro, apenas hubo caza de brujas», matiza. Así, la imagen del inquisidor se ha ido perpetuando, ya que recurrir a él es más cómodo «porque es un personaje muy atractivo».

«En cambio, Salazar fue un hombre culto, asido a la razón y, en este sentido, poco atrayente», insiste Roca Barea, que recalca que tuvieron que ser autores extranjeros los que empezasen a dar valor a esta figura. Salazar logró después del juicio de las brujas de Zugarramurdi un cambio de leyes, con el apoyo del Santo Oficio, para que los tribunales civiles no pudieran juzgar casos de brujería y que solo fuera competente la Inquisición. «Salazar hace entender que la brujería no existe y, por lo tanto, no se puede juzgar. Estos juicios desaparecen un siglo antes que en el resto de Europa», señala. Contexto político El caso de las brujas de Zugarramurdi acabó con un auto de fe en noviembre de 1610 en la capital riojana. Fueron quemadas vivas seis personas —cuatro mujeres y dos hombres y cinco en efigie —ardía un muñeco porque el condenado ya había fallecido en el cautiverio—. De los 55 procesados, 31 fueron declarados culpables. Así terminaba un caso extraño que comenzó con la confesión voluntaria, sin tortura mediante, de cuatro mujeres ante unos perplejos inquisidores. «Para entender este suceso, hay que tener en cuenta lo que ocurría al otro lado de la frontera», subraya la autora. A tan solo tres kilómetros de la raya, los habitantes de esta zona de Navarra han convivido desde hace siglos con sus vecinos franceses. Y en pleno siglo XVII, Pierre de Lancre estaba realizando una persecución salvaje contra la nigromancia en Labort. «Creía fanáticamente en la brujería y afirmaba que todos los que la niegan estaban inspirados por el demonio», indica Roca Barea. Lancre, que condenó a morir en la hoguera a 80 personas, provocaba el pánico entre la población. Muchas personas encontraran cierto refugio en este lado de la frontera. «Él hace famoso el caso de Zugarramurdi porque lo incluye en su enciclopedia de brujería», añade la historiadora malagueña.

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