Diario de León

Un friso de buenos filósofos en León

Hipólito Romero Llegó a León en 1930 para hacerse con la cátedra de Filosofía del Padre Isla

Imagen de Hipólito Romero Flores en su casa, entre sus libros. ARCHIVO

Imagen de Hipólito Romero Flores en su casa, entre sus libros. ARCHIVO

Publicado por
Pedro Víctor Fernández
León

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De entre las virtudes que adornaban el buen hacer de Ernesto Escapa (mi agradecimiento y recuerdo, in memoriam ), destacaban una retentiva de paquidermo y la habilidad para verter tinta veraz en espacios olvidados o desconocidos por los/as leoneses/as. Con esos mimbres nos ilustró sobre el que consideraba mayor prestigio intelectual del siglo XX leonés, en su vertiente filosófica. Un friso de catedráticos del Instituto de León en el que destacaban los perfiles de José Gaos, discípulo predilecto de Ortega, Hipólito Romero Flores, que elaboró su tesis doctoral bajo la mano de Julián Besteiro, y Lucio García Ortega, el discípulo amado de López Aranguren. Tres intelectuales de alto copete.

A los tres les unió un arcano preñado de fatalidad: sus destinos rozaron las aristas de la tragedia, la que se derivó de la Guerra Civil y el régimen franquista. Imposible saber cuál hubiera sido el techo de estos hombres si la parca desatenta hubiera respetado la humildad del sabio. Gaos murió exiliado en México; Romero Flores sufrió represión, depuración y separación del servicio y García Ortega murió cuando sus alumnos bebían los vientos por escucharle, tarea que compaginaba con hacer teatro comprometido y traducir al castellano filósofos alemanes cuando el franquismo ya era un animal herido aunque peligroso aún.

Hoy toca hablar de Hipólito Romero Flores. Dejó obra escrita, ensayos pletóricos de enjundia y reflexión, profundidad de pensamiento y análisis crítico de una sociedad pazguata, atrasada y arbitraria, la de principios del s. XX. Romero sustituyó a J. Gaos en la cátedra de Filosofía del Instituto leonés en 1930. Gaos se iba para Madrid, para abrirse camino y escalar hasta el rectorado de la universidad. Romero venía de Lugo para cubrir la plaza vacante y buscar un rincón tranquilo en el que poder desgranar su pensamiento. En León atiende a sus clases y entra en la vida pública, además de escribir su mejor ensayo, una radiografía extensa e intensa que pone en la picota la España que él había vivido. En León presidió el Ateneo Obrero y tuvo como secretario a V. Crémer, a quien puso en contacto con González de Lama. Ernesto Escapa nos ilustra sobre sus contactos y anhelos.

Rozó el Nacional de Literatura

Tres años después, en 1933, recibe Hipólito Romero el accésit al Premio Nacional de Literatura por Reflexiones sobre el alma y el cuerpo de la España actual (1900-1930). Le birló el premio Giménez Caballero con un ensayo sobre el imaginero Salzillo, pero eso no desmerece –al contrario- la labor y obra de Romero, capaz de plasmar con pulso contumaz, a la vez que delicado, su pensamiento social y político, el de un republicano moderado y convencido, sazonando su crítica con la elegancia y gradación del lenguaje: «Lo que ha sufrido nuestra Patria es un hartazgo de confianza, que en las gentes oficialmente rectoras se ha traducido en un no darse cuenta. El sentido de la realidad ha estado ausente en los privilegiados y en la clase política. Ello revela dos pecados graves: incapacidad y mala fe». Lo que él denomina «el naufragio de España» se desglosa en un índice apretado en el que la simple lectura permite abarcar lo más sustancial del momento histórico que había vivido España.

Defensor de Unamuno
En 1941 Hipólito se atrevió a escribir sobre Unamuno, sin mencionar el incidente con Millán Astray

Los ordenados capítulos del ensayo hablan de la crisis de 1898, la aristocracia, el rey, la Iglesia, la etapa bélica de 1914-1918, el peso del pensamiento de Unamuno y Ortega, la juventud española, la mujer, lo que somos y no somos y el sentido de la tradición en España. 284 páginas que reflejan la cruda realidad del país, salidas del puño de un profesor de instituto de una capital de provincia con un bagaje político casi nulo: «Ni he estado nunca en la cárcel ni he proferido jamás uno de esos gritos llamados subversivos (…). Llegado a la cátedra en plena Dictadura (la de Primo de Rivera), creyó que su deber era empujar construyendo y lo cumplió». Son sus propias palabras, que tienen el barniz de un epitafio y que resultarán premonitorias en 1936. La parca le rondaba sin él saberlo. Eran ideas expuestas al comienzo de la II República, régimen en el que confiaba para cambiar el signo de España y mejorarla después del naufragio de varios siglos desafortunados. Su ensayo tenía la intención de desglosar el problema nacional, diseccionar el mal y alumbrar un futuro halagüeño en torno a la recién creada República, que consideraba una bocanada de aire fresco tras una monarquía —la de Alfonso XIII— politiquera, errática y mandona.

Hipólito Romero. ARCHIVO

Hipólito Romero. ARCHIVO

Azañista de corazón

Acabó siendo un azañista de corazón, se apuntó a Izquierda Republicana y tuvo carnet de FETE (Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza), de signo ugetista. Algunos le tacharon de masón, aunque no formó parte de la logia Emilio Menéndez Pallarés que existía en el aquel momento en León, pero sí frecuentó la amistad del masón Pío Álvarez, el bibliotecario de Sierra Pambley, en cuyo local estaba ubicado el taller de masonería que lideraba el socialista Alfredo Nistal y en el que ceñían mandil José Mollá, Rafael Álvarez y Julio Marcos Candanedo.

Tras las elecciones del Frente Popular de febrero de 1936, Romero recibió, como tantos seguidores de Azaña, un puesto público relevante, nada menos que gobernador civil de León. Pronto sería sustituido por el riojano Emilio Francés, cuando el catedrático fue nombrado gobernador de Huelva, puesto que no llegó a ocupar porque se cruzó el golpe militar de julio con sus tareas docentes de final de curso. Asegura Escapa que la demora le salvó la vida, aunque, como Francés y otros dirigentes republicanos leoneses, no evitó su estancia en la prisión de S. Marcos primero (donde compartió celda con Crémer y Joaquín Heredia Guerra) y luego la de Valladolid. Había sido detenido el 16 de septiembre de 1936. Sobra decir que en su ensayo de 1932, además de su puesto político y su relevancia social, había suficiente materia para condenarlo a la máxima pena según el criterio al uso de los golpistas. Emilio Francés fue fusilado, como también lo fue su colega Manuel Santamaría, catedrático de Lengua y Literatura en León.

Un tipo con suerte
El ministro de Orden Público le libró de la ejecución por la mediación de la familia

¿Qué salvó la vida a Hipólito Romero? Simplemente la suerte de ser reclamado en Valladolid, donde iba a protegerlo el nuevo ministro de Orden Público, el ferrolano Severiano Martínez Anido (1862-1938), que le libró de la ejecución por la proverbial mediación de la familia del detenido con Irene Rojí Acuña, esposa de Anido e inspectora de primera enseñanza. ¿Se conocían? Romero había estado ejerciendo en el Instituto Femenino Infanta Cristina de Barcelona.

Tal vez en esa estancia se tejió la amistad, tan beneficiosa para el filósofo. Se incautaron sus bienes pero consiguió salir de la cárcel en 1938. No le permitieron permanecer en Valladolid, por eso se trasladó a Palencia, donde dio clases en la Academia Minerva. Finalmente fue rehabilitado y reingresado en el servicio, incorporándose en 1946 al Instituto Jorge Manrique de la ciudad. Hojeando sus obras de postguerra se puede decir que la censura y los avatares de la represión no amilanaron a Hipólito Romero, que siguió exhibiendo frescura en sus escritos y agudeza en el análisis. No tocaba, claro está, temas políticos y alguna vez invocó a Dios en la efusión de sus anhelos. En 1941 se atrevió a escribir sobre Unamuno, aunque se guardó de mencionar el incidente con Millán Astray, pero expuso las dudas del vasco universal sobre la fe, de tal modo ««que alborotó a la clerigalla»», sin olvidar el sentido unamuniano de la españolidad, su quijotismo, sus contradicciones y sus paradojas. Estaba postergado don Hipólito pero colaboró en Espadaña y Revista de Ideas Estéticas (Barcelona), además de escribir otro ensayo sobre Sancho Panza como paradigma de la sensatez. La muerte le sorprendió con alguna obra inédita. Informa Ernesto Escapa que todo lo malogró la enfermedad de Charcot, un padecimiento nervioso de carácter hereditario que le trató el doctor Marañón.

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