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Lucio García, la reposada crítica del sabio

Un filósofo con mayúsculas. Lucio García Ortega fue un profesor que cambió la vida a muchos alumnos

El inolvidable profesor Lucio García Ortega

Publicado por
Pedro Víctor Fernández
León

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Todos recordamos a algún profesor/a que nos cambió la vida, abriendo un boquete a ese tipo de inmortalidad afectiva que se prolonga a lo largo de nuestra vida. Aparte de las simpatías personales o colectivas que suscitaban, llegaron a tocar sentimientos y despertar desafíos callados. Por eso conviene recordar de vez en cuando a los más grandes. Es el caso de Lucio García Ortega, filósofo con mayúsculas que trabajó para involucrar a sus alumnos en el pensamiento crítico; de esto hace medio siglo. Bueno sería que legisladores y pedagogos de hoy bebieran a pecho en esa fuente que alienta la autonomía crítica y aletea en las paredes del conocimiento. En el caso de Lucio concurren más méritos, pues bregó en pleno franquismo, donde la estrechez de miras amenazaba con aplastar la diversidad de pensamiento.

«Don Lucio para los estudiantes era un profesor que te enseñaba a pensar. A criticar. A resolverte y ser sincero contigo mismo»». El balance lo dejó escrito Escudero Vázquez, un alumno que escuchó al maestro. En el volumen homenaje que se hizo a su persona en 2002, se dice de este profesor de Filosofía que su compromiso personal y profesional consistió en el análisis de la sociedad y la cultura, así como en la crítica de lo real para desenmascarar la falta de humanismo y abrir con ello una puerta a la libertad y la esperanza. ¿Quién era realmente García Ortega? En 1961 llegaba al Padre Isla un catedrático desconocido en la ciudad, después de haber pasado 4 cursos académicos como profesor ayudante en la cátedra de Ética y Sociología de la Universidad Complutense, cuyo titular era José Luis López Aranguren. Atrás quedaba la huida del Colegio Mayor Antonio Nebrija para evitar su detención por la policía, después de, entre otros hechos, haber representado con brillantez a los alumnos en el Homenaje a José Ortega y Gasset, acto universitario desalentado por las autoridades. Nacía con estos homenajes la generación de 1956, de la que Lucio formó parte.

Ameno profesor
Cayó del cielo en una ciudad provinciana y casposa en muchos aspectos culturales

De origen humilde, proveniente de una familia de campesinos burgaleses, la provisión de plazas vacantes lo llevó a León, tras haber adquirido una sólida formación en seminarios y universidades, lo que le permitió convertirse en traductor de obras religiosas y filosóficas en lengua alemana. Desde 1958 hasta su prematura muerte, tradujo al español a autores como T. Adorno, W. Benjamin, M. Schmans, J. M. Bochenski, H. Plessner, E. Blum, J. Hoffner. Y lo hizo en editoriales de prestigio como Rialp, Taurus o Revista de Occidente.

Su obra propia versaba sobre el pensamiento de Ortega y Gasset, Dostoyevski y Marx, también sobre la moral católica, los problemas del tiempo libre, la metafísica, el heroísmo, la locura… Sus escritos, algunos de ellos publicados tras su muerte, poseen erudición y cercanía, centrados en temas relacionados con la moral y el humanismo. En sus propias palabras: ««Desenmascarar las falsedades y expresar lúcidamente los ideales morales, formular utopías debidamente explicadas, descubrir virtudes nuevas –y vicios nuevos- distinguir lo bueno de lo malo son oficios del moralista»».

Jesús Aguirre dijo de él que no se atrincheró en Ortega, sino que se acercó a él como a Ortega le hubiese gustado: sesgadamente. Antiguos alumnos como Ernesto Escapa –de su mano leyó Ulises de Joyce-, Kike Cardiaco o Secundino Serrano han dicho de este catedrático que era una bocanada de aire fresco, creando una complicidad con los primeros jóvenes leoneses de pelo largo, a los que descubrió nuevos filósofos, potenciando un abanico de actitudes de ««una generación volcada con la música, enfrentada a la guerra de Vietnam, que en Europa acababa de salir del mayo del 68 y tenía un montón de cosas que decir y por hacer».

Resulta paradójico pensar que este profesor formara parte del mismo centro educativo que sus colegas de postguerra, pues su pensamiento suponía una auténtica rebeldía, hecho que corrobora los cambios callados dentro del franquismo desde los cincuenta hasta las décadas finales del régimen. La Generación de 1956, la primera democrática según Elías Díaz, fue una generación más socialdemócrata, más preocupada por las instituciones jurídico-políticas y por los problemas de desigualdad económica y de, por tanto, una más justa redistribución de tales recursos; la del 68 -más exitosa- fue, en cambio, una generación esencialmente libertaria, atenta a la sociedad civil y a sus movimientos de base (feministas, ecologistas, pacifistas…) descubridora de nuevas alineaciones además de las de carácter económico (raza, sexo, pobreza, etc.). Con Lucio, con su bonhomía y aires nuevos, perdía el monopolio la filosofía escolástica y ganaba puestos el pensamiento moderno y contemporáneo, esos filósofos que nadie estudiaba porque aparecían –si es que aparecían- al final de libro y apenas resaltaban en los textos escolares.

El ameno profesor cayó del cielo en medio de una ciudad provinciana, casposa en muchos aspectos culturales después del erial de la guerra y la postguerra, para sembrar conocimiento y crítica, haciendo de su despacho de secretario del instituto una suerte de oficina de préstamos de libros de Joyce, Marcuse, Fromm y otros autores de Escuela de Frankfurt, leídos por unos alumnos que ya percibían los recelos de las autoridades locales hacia aquel profesor ««peligroso»». Y eso que en aquellos años León no era un lugar de represión especialmente virulenta, de hecho nada tenía que ver con Oviedo y, mucho menos, con Madrid, aunque se dejaba sentir la vigilancia de autoridades en los actos culturales. Lucio fue, además, un amante del teatro, de las inigualables formas que posee el arte escénico para exponer los conflictos y extraer valores universales; especialmente el teatro combativo que tantos ojos abrió cuando el ambiente aún estaba viciado.

Este profesor llevó a la escena en León obras de la altura de Esperando a Godot, de S. Beckett, Santa Juana de los mataderos, de B. Brecht, Andorra, de M. Frisch, El caso de Oppenheimer, de Kipp Hardt. Su docencia y sus actividades teatrales no pasaron desapercibidas al comisario de Policía ni al gobernador civil; el primero, al decir de sus compañeros del claustro, era ««el único enemigo que tenía en León»», y del segundo, valga la anécdota que precedió la puesta en escena de Andorra, cuando el director del instituto, Luis López Santos, siempre atento con las autoridades, pidió permiso al gobernador civil de León para la representación, dando éste su aquiescencia, con la condición de que se sustituyera en el texto el vocablo ««nazis»» por el de ««negros»». Señalaba Emilio Geijo con cierta sorna que, naturalmente, la condición gubernativa impuesta fue desatendida sin mayores consecuencias.

El paso por León de este catedrático demuestra que la censura del último franquismo no llegó a extremos asfixiantes y que su pensamiento supuso una siembra extraordinaria en un alumnado ansioso de una enseñanza reflexiva y crítica. Lucio, con un peculiar estilo intelectual, explicó el existencialismo de Kierkegaard, Unamuno, Sartre y Heidegger. Fue además secretario y jefe de estudios. Murió de un ataque cardiaco fulminante en 18 de agosto de 1976; era un fumador empedernido y un trabajador incansable. En papel de prensa le despidieron José Mª. Conejo y Alfredo Marcos Oteruelo. Su pensamiento crítico lo llevan en su obra y en su intelecto alumnos suyos como Julio Llamazares: «Nos sorprendió su libertad, especialmente a quienes como yo veníamos de seminarios religiosos, y del que tardaríamos en saber que era un filósofo prestigioso, discípulo de Aranguren»». Miguel Cordero del Campillo señaló que Aranguren había lamentado siempre que la pobre universidad española de aquellos años no hubiera podido ofrecer un puesto a Lucio, su gran discípulo, pese a la capacidad y merecimientos: ««Ante mí y para mí, Lucio siempre fue el discípulo»». En León fue un profesor cercano y abierto, incitando al estudio y sembrando inquietudes, alejado de dogmatismos para transmitir valores universales y desbrozar caminos que ensancharan la libertad.

Hoy, tiempo escabroso y errático, de miradas alicortas y tertulias amañadas, donde el espectáculo gana terreno a la razón reposada, es bueno saber que quedan referencias vivas que un día oyeron la parábola laica de los labios de Lucio García Ortega. Hoy, que la gente cree no necesitar filósofos sino falsos profetas que les mimen, hasta confundir el becerro de oro con la felicidad, nos queda el pensamiento amable y crítico del sabio, un magisterio que no prescribe. (Mi entrañable recuerdo a Emilio Geijo in memoriam , que un día me habló de don Lucio).