Diario de León

El pintor que escribe y el escritor que pinta

Mestre y De la Concha. Se intercambian los papeles. El poeta berciano inaugura el viernes la exposición La visión comunicable en la galería Ármaga y el pintor leonés presentará en el Museo Thyssen el día 26 su libro Las meninas desde una luz artificial.

Juan Carlos Mestre con una de sus obras de fondo. DL

León

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«La pintura es una manía del horizonte». Así lo cree el poeta villafranquino Juan Carlos Mestre, que el viernes inaugura en la galería Ármaga de León La visión comunicable, una exposición en la que comparte espacio y algo más con la artista Alexandra Domínguez.

El pintor leonés Félix de la Concha presenta el día 26 en el Museo Thyssen su libro Las meninas desde una luz artificial. Lo sorprendente es que De la Concha defiende que lo que más le gusta del oficio de pintor «es no tener que hablar». Ahora lo hace por escrito y se explaya a fondo sobre el arte y las dificultades de pintar en el frío invierno de Iowa, a 7.000 kilómetros de distancia del Museo del Prado, la obra maestra de Velázquez. Mientras afrontaba el reto, fue relatando su experiencia y otras reflexiones en un diario al que luego dio forma de libro y que presentará en el Thyssen acompañado por Jordi García, adjunto a la dirección de El País; Andrés Úbeda, director adjunto de Conservación e Investigación del Museo del Prado; y Jesús Egido, editor de Reino de Cordelia.

«Cuando empecé a pintar las Meninas un profesor de la Universidad me preguntó: ¿Ahora te dedicas al flamenco?». Ese desconocimiento de Velázquez le alentó aún más en su proyecto. A De la Concha, que siempre pinta del natural, le sedujo la idea de hacer una copia minuciosa, que además es un trabajo de interpretación y manipulación de una realidad. Tuvo la suerte de que El Prado colgó entonces en internet una aplicación que permite deslizarse por la ‘piel’ del cuadro de Velázquez, hasta tal punto que «se aprecia la urdimbre de la tela o detalles imperceptibles para el ojo cuando lo tienes delante», explica. De la Concha abordó las Meninas en 140 paneles, en los que incluso intenta reconstruir el borde izquierdo perdido del cuadro real. Al ensamblar todas las piezas él mismo se sorprendió del resultado de un lienzo que comenzó a pintar por la cara de la infanta Margarita. En el libro detalla la experiencia de ‘copiar’ una obra maestra y el proceso, «donde confieso tanto las limitaciones, como los descubrimientos, y cómo el trabajo se engarza con mi vida».

En una cena, De la Concha le confesó al escritor leonés Julio Llamazares que le parecía que los escritores son más vanidosos que los pintores —ambos se han relacionado con muchos, de ambos ‘bandos’—.

Una conversación discrepante

La visión comunicable no es un diálogo entre dos artistas. «No hay diálogo como plática, tampoco intercambio de información de la puesta en común de una estética determinada, el mundo plástico y poético de Alexandra Domínguez no comparte el proyecto de una narrativa común, y aunque ambos partimos de afinidades estéticas y experiencias vitales más que próximas, cada cual todo lo hace lo realiza a su libre albedrío, como no podría ser de otro modo después de casi cincuenta años de compartir el taller de las analogías vitales. Yo diría que más bien hay una conversación discrepante, la única que interesa en arte frente al uniformismo y la domesticidad inocua del consenso artístico. Una obra que de alguna forma no discrepara de otra sería una repetición de intimidades, el arte no negocia la radical independencia de su siempre desobediente deseo ante la expresión de las formas», explica el autor de La bicicleta del panadero.

Si la pintura —como él dice— es una manía del horizonte, ¿qué es la literatura? Responde que «horizonte es la gran farsa de la historia, una manía óptica que depende del temperamento atmosférico y político de lo visible. Solo las ideas nos permiten fugarnos de la realidad limitante y entrar en el territorio de la imaginación, averiguar otras hipótesis que más allá de la perspectiva geocéntrica nos revelen las visiones comunicables del sueño. Ver a través de la intuitiva pupila de un caballo sin tener en cuenta las religiones de la belleza es, también, hacerle un sitio a la desobediencia estética, alejarse de los modelos canónicos santificados por la más mediocre de todas las teorías, el mercado y sus colecciones de escamas litográficas como llamaba Baudelaire al dinero. Yo no pinto cuadros ni establezco procedimientos para reemplazar metafóricamente una forma por otra, en todo caso vislumbro las huellas de una misteriosidad que pretende vincularse más con la cantidad hechizada de lo poético que con la descripción de los objetos. Toda querencia obsesiva por las palabras, y la literatura lo es, conduce a un lugar más correcto, el imaginario de las civilizaciones frente a la inaceptable ignominia de los actos de fuerza».

Queda entonces saber qué le da a Mestre la pintura que no le da la literatura: «Los mismos dones de la nada, las mismas preguntas sin respuesta ante las incógnitas del universo y los párrafos muertos de la ambigüedad filosofía, la finitud, la inquietud del no saber, una semejante duda ante la incapacidad del arte y la literatura para resolver el contencioso humano. El arte, también la poesía, lo exige todo, a cambio te da la incertidumbre, el absoluto de la intemperie, lo que no es poca cosa para combatir la plaga del ego y resistirse a las banalidades del auto enorgullecimiento. No hay compensación para la pequeña tarea espiritual de lo invisible».

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