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Portada de la antología de Crémer. DL

León

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En su ‘palomar’, en realidad un trastero, y sentado ante una máquina Hispano-Olivetti pasó Victoriano Crémer buena parte de su vida escribiendo artículos periodísticos y poemas. Era un apasionado lector y, por consiguiente, coleccionista de libros. Hasta tal punto, que llegó a hacer tres colecciones. La primera se la quemó su madre. La segunda, al ocultarla en un sótano donde había mulas, acabó destrozada. Y la tercera amenazó con asfixiar a la familia en su pequeño piso en la avenida Alcalde Miguel Castaño. Con 21 años, publicó su primer poemario y ochenta años más tarde, con 101, obtuvo el Premio Gil de Biedma por El último jinete.

Cuando alguien le preguntaba por el secreto de su longevidad, siempre decía que tenía el estómago sin estrenar, (se refería a su difícil infancia y la hambruna de la Guerra Civil). «Salía de casa en busca de un duro, que era ir en busca de una fortuna. Hacía de todo, desde vendedor ambulante a ayudante en una agencia inmobiliaria. También fui mancebo de botica y tipógrafo. Los hijos de los pobres, como no fueran listos, se morían de hambre», contaba.

Meses antes de fallecer mostró al público una de sus aficiones ocultas: el dibujo. El escritor reveló su faceta pictórica con una selección de lo que dio en llamar «sus garabatos», que se expusieron en el Instituto Leonés de Cultura (ILC). Haciendo un repaso de su vida, cuando cumplió un siglo, confesó: «En un señor de 100 años el aburrimiento es muy doloroso. Lo he pasado mal, mi biografía ha sido muy accidentada, he pasado por todos los trances de la vida, pero la soledad radical es terrible. La única forma de rellenarla es escribir y leer».