Diario de León

La pintura musical del hijo del cristalero

Algunas de las pinturas de Prudencio Irazabal. FERNANDO OTERO

León

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Las pinturas de Prudencio Irazabal recuerdan vidrieras. Él mismo bautizó una retrospectiva en la ciudad de Granada como El hijo del cristalero . Bajo el título Contradistancia muestra en el Musac 32 obras pictóricas que resumen tres décadas del artista vasco. Las obras, sin título, no están ordenadas cronológicamente, pero han utilizado la luminosidad y la altura de la sala 3 en su propio beneficio.

Cuenta el comisario de la exposición, Mariano Mayer, que Irazabal no utiliza pinceles, sino espátulas y las propias manos y brazos, para crear unas imágenes que evocan también partituras, quizá con la música clásica que escucha el artista cuando trabaja. Al mismo tiempo, la técnica de Irazabal, afincado en Nueva York desde los años 80, da la impresión de generar imágenes bidimensionales de las ondas de sonido. Lo cierto es que a través de sus sugerentes ‘manchas’ cromáticas ha creado un lenguaje propio e identificativo. Ese fue su propósito desde el principio. Y lo ha mantenido en el tiempo. Esa búsqueda de un lenguaje «es una idea de nunca acabar», explica Mayer. «Pero no hay repetición, sino utilizar los mismos recursos para llegar a resultados siempre distintos». Por eso es una exposición circular, que se ha adueñado de la totalidad del espacio. La obra responde a patrones muy rigurosos y específicos. Más que pintar, el artista extiende. El juego de transparencias que reflejan sus pinturas es el resultado de finas capas traslúcidas desplegadas en espesores desiguales. Ello provoca la idea de azar y control constante. «La paleta de colores está totalmente controlada y el efecto de lleno y vacío, también».

Los cuadros hacen pensar sobre el origen de la luz: si viene de fuera, si la pintura es algo que ilumina o si viene dentro y arroja la luz. «En esa dicotomía se juega toda la obra de Prudencio», asegura el comisario.

La distancia en la que se miren las obras y el tiempo que se contemplen ayuda a comprender que la imagen no es estable, sino que se transforma. Algunas pinturas se han colocado a trece metros de altura. «Puede parecer una pérdida, porque a esa distancia no se ve, pero se intuye y permite fantasear», confiesa Mayer.

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