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¿Y ahora...?

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Cien tascas y unas pocas librerías. A partir de ahora, una menos de estas últimas en la ciudad de León. Enclave urbano del que siempre se dijo: «Quien no vino a León a beber vino, no se sabe bien a lo que vino». El cierre de la Librería Ordoño deja huérfanos a muchos de quienes piensan que leer y revolver en anaqueles, frente a otras agresiones audiovisuales, es de los pocos refugios que aún le quedan al semoviente de principios del XXI. La de Ordoño era, como pocas, de esas librerías en las que aún se podía revolver, revolotear entre las mesetas y hasta compartir la idea de que un libro es algo más que mera letra impresa. En pleno corazón de la urbe capitalina, un particular 84, Charing Cross Road (Helene Hanff), y tan escondida que hasta podía pasar desapercibida para los no iniciados. La librería de «Sanjo» terminaba por convertirse en inexcusable reclamo entre el café de media mañana, el estanco de Marili y el aperitivo en casa de Boli. Una suerte de cita obligada para paseantes sin rumbo, que acababan por recogerse allí en busca de la última novedad, el volumen descatalogado o el mapa topográfico de una provincia más dada al jolgorio sabático que a la lectura sosegada. Por allí pasaban desde personajes un tanto desarraigados y con un punto de razón descarriada a hosteleros ilustrados, caminantes trotamundos, escritores de fortuna -más bien escasa, ya se sabe- y radiofónicos avezados en el noble arte del relato gastronómico. Mas algún que otro educador y no menos educandos poco dados, estos últimos, a dejarse llevar por veleidades literarias que pudieran distraerlos de la sugerente sala de videojuegos... Tal era el poder de convocatoria de un local en el que, sobre todo, privaba la infinita paciencia de Nani, Paco y Horacio; inasequibles ellos a desaliento alguno, en la atención exquisita a una clientela no siempre fácil de contentar y poco dada -eso además- a excesivos dispendios pecuniarios. Que, también, se sabe, el amor por la lectura viene a estar, en lo común, bien reñido con rascarse unos bolsillos en los que las telarañas suelen campar por sus respetos. Maniáticos y extravagantes, los visitantes de la pequeña librería vienen a ser como la reserva espiritual de un mundo en franca retirada. Una especie en vías de extinción a poco que los cierres se lo propongan y, salvo que algunas otras hipotéticas aperturas no lo impidan, condenados al irreverente ostracismo de insulsos dependientes, metidos a ocasionales libreros, sólo dispuestos a apretar la tecla de un ordenador a la búsqueda del solicitado título y nada proclives, por escasamente ilustrados, a consejo literario alguno. De la época del guardapolvo y la humeante teba entre los labios a la actualidad del Tienes un email... poco nos queda por soñar. Nunca es deseable echar la trapa, menos aún la de una librería. En fin, parafraseando el celebérrimo epitafio de Groucho Marx... «perdónenme que no me levante».

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