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Un libro reconstruye el mundo de Ramón Gómez de la Serna a través de la decoración de los distintos despachos que ocupó

Relación perversa con los objetos

Ramón Gómez de la Serna, con la muñeca de cera a tamaño real que tenía en su despacho

Publicado por
Tomás García Yebra - MADRID.
León

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Los estudios de los escritores famosos suelen estar rodeados de libros y reluciente parqué. Los de Ramón Gómez de la Serna -porque tuvo varios en su vida- estuvieron decorados con fotografías, recortes de periódicos, animales disecados, lápidas funerarias, mariposas con lentejuelas, objetos de prestidigitación, pisapapeles, pipas, cajas de música, cachivaches por el suelo, bolas por el techo y una muñeca de cera -a tamaño real- que sentaba a su lado en un sofá. Su mujer, Luisa Sofovich, sentía celos africanos hacia ella. «Ramón acumulaba objetos para poblar su soledad», sostiene Juan Manuel Bonet en el libro Ramón en su torreón, un texto que recrea los abigarrados e indescifrables despachos ramonianos y que ha editado de forma primorosa -magnífico papel y mejores fotografías- la Fundación Wellington. «Son un exceso antihigiénico de individualismo», los definía su amigo y escritor, Alfonso Reyes. El primero de estos refugios estuvo situado en la madrileña calle de la Puebla. Luego peregrinó por las calles María de Molina 44 y Villanueva 38, en Madrid, e Hipólito Irigoyen 1974-76 en Buenos Aires. Pero el auténtico despacho ramoniano, el más genuino, fue el del torreón de la calle Velázquez, 6, edificio que hoy ocupa el hotel Wellington. Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888-Buenos Aires, 1963) se instaló en este recinto en el año 1922 y lo ocuparía hasta principios de los años treinta. Aquí escribió algunos de sus mejores textos, como El novelistao La quinta de Palmira, y aquí fue acumulando imágenes y objetos (muchos de ellos comprados en El Rastro) hasta formar cadenetas de greguerías. «Ramón vivió en su torre con más exaltación que en parte alguna la vida literaria», escribió Gaspar Gómez de la Serna. A lado de un cómodo sillón se hizo instalar un farol de gas, como los de la calle, a fin de «leer el periódico sin pasar frío». La Compañía de Gas le negó, en principio, este capricho (por el peligro que suponía), pero tanto insistió que los miembros de la compañía terminaron cediendo. Según cuenta Juan Manuel Bonet, el torreón le servía de contrapunto al café Pombo. «En el café hacía vida social, en el torreón se recluía para trabajar horas y horas, de manera infatigable».