Diario de León

CRÍTICA DE MÚSICA/M. A. Nepomuceno

El sonido y la furia

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Para que luego digan que no hay afición a la ópera en León. Sólo con haber asistido el pasado martes a la versión concierto de la obra de Bartok El Castillo de Barbazul que la Sinfónica de Budapest puso en escena de la mano de ese genial director y pianista que es Tamás Vásáry, los detractores de este género se hubieran hecho cruces ante la apoteósica acogida de una de las obras más complejas del repertorio moderno, que fue seguida por una fascinada concurrencia con fervor, admiración y conocimiento. Y ello a pesar de que no se ofrecieron los textos traducidos ni en los programas de mano ni en letreros luminosos. No es serio ni de recibo que se programen óperas en húngaro, alemán, ruso (como la inminente Eugenio Onieguin del día 6) y el aficionado se vea obligado a adivinar lo que están cantando. Esto ni siquiera se hacía en nuestro denostado teatro Emperador. Y no será porque no hubo tiempo para traducirla, pues precisamente este programa -que no otros diecisiete previstos y «a determinar»- se conocía desde su presentación allá por el mes de septiembre. ¿O tal vez pretenden los que rigen los destinos de nuestra música que conozcamos todas las lenguas vivas y muertas como castigo por gustarnos un género tan «elitista» y «estúpido» como la ópera? La verdad, no tiene nombre ni apellido, lo que los sufridos aficionados de pro tenemos que aguantar de quienes les importa un comino la ópera y todo lo que se mueva sobre un escenario lanzando gritos, porque con tal de cumplir el programa y mirarse el ombligo de la autocomplacencia tienen la jornada cumplida. Y ahora pasemos a lo que interesa, que fue el concierto del martes. Ayer ya comentamos algo de las Variaciones del pavo real, de Kodaly, una obra innovadora, construida a base de esquemas pentatónicos, -cinco notas como sustrato de un canto popular que significa libertad-. Kodaly recreó dieciséis variaciones y un final. Cada una de estas secciones fue un modelo de lectura programática. Primero la percusión, luego la cuerda grave, después la madera, seguidamente el metal, fueron dibujando ese fresco elegíaco de variaciones que tuvieron su punto culminante en la deslumbrante novena en la que la flauta y el clarinete se lucieron con una serie de arpegios y arabescos deslumbrantes. La décima fue de similar factura y la undécima tuvo en el corno inglés, el clarinete y el óboe todo el lirismo contenido que encierra la partitura, servida por una cuerda en pizzicato afinada y preciosista, íntegramente pentatónica, que recordó la música oriental. Vásáry supo en todo momento equilibrar dinámicas y planos sonoros para no emborronar una lectura antológica. Si lo anterior fue memorable, no se quedó a la zaga la ópera en versión concierto El Castillo de Barbazul, una obra emblemática de la lírica magiar, cuyo encanto reside en la forma del parlandocantando tan característica de ese país. Bajo un ambiente tremendamente opresivo y misterioso, levemente deslucido al no poder disponer de la ayuda de la acción y los decorados, Judith Nemeth y Lászlo Polgar, ofrecieron sendas lecciones de canto, apoyándose en un continuo cambio de intensidad dramática, convirtiendo la voz en una suerte de lamento, súplica y desgarro contenido. Judith Nemeth fue la mujer herida, más que frágil o sufriente, mientras que el bajo Lázslo Pólgar, de timbre cálido y fuerte acentuación dramática, plasmó un Barbazul hierático, contenido y en momentos majestuoso. Vásáry supo sacar el máximo partido de cada una de las secciones, extrayendo de la afinada orquesta todos los recursos tonales, dejando en todo momento respirar a los protagonistas mediante una lectura atenta, contrastada y efectista. Una gran velada que sin duda permanecerá en la memoria de los leoneses.

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