Tratado de perfección

Aunque el aforo estuvo bajo mínimos para lo que representa un concierto como el que ayer ofreció el impagable Cuarteto Juilliard en el Auditorio, en otra muestra más de que el público no entendido se mueve por lo que le meten por los ojos, sin otro criterio que el del puro y duro márketing, lo cierto es que aún queda un selecto grupo de aficionados que mantiene alto el nivel tanto de asistencia como de escucha. Es lamentable que un Cuarteto como el Juilliard, considerado y comprobado como uno de los tres más famosos del mundo desde hace medio siglo, concite tan escaso número de espectadores, mientras otras actuaciones de inferior calidad colocan el cartel de no hay entradas. Que ayer no alcanzara ni la mitad del aforo es para hacer sonrojar a los llamados aficionados, que, una vez más, se movieron por el dicho que está haciendo fortuna entre un sector: «Un cuarteto, va, ya lo he visto hace poco» y se dan media vuelta como si un concierto fuera una película que dura siempre exactamente 90 minutos. Lo que ayer ofreció el Juilliard fue de otra dimensión, no sólo por la excelente calidad de lo interpretado, sino por la complicidad establecida con el escogido público que supo apreciar desde el primer momento que aquello era otra cosa muy distinta a lo acostumbrado. Schubert sonó diferente, Beethoven resultó clarividente, casi heroico y Bartok sencillamente desconconocido, muy lejos de otras lecturas más academicistas y encorsetadas. Todo estuvo con el Juilliard lleno de frescura y colorido, merced a la depurada y exquisita técnica de sus cuatro componentes. De otra dimensión.