OPINIÓN Fernando Jáuregui
Morimos un poco con ellos
Primero fue Úrculo, ahora Terenci. ¿Qué nos queda, Dios? Representaron un poco de lo mejor de las distintas parcelas de nuestra cultura, encarnaron un estilo desenfadado, una forma de vivir y casi de morir. A Úrculo y a Terenci Moix los conocí personalmente, superficialmente, sí, pero bastaba con encontrártelos una vez para que te dejasen huella. Su simpatía, su afán de acercarse a los demás para convertirlos en amigos. Claro, son dos casos distintos, y hasta distantes si usted quiere, pero, cuando alguien que te ha hecho pasar buenos ratos con su teatro, su cine, su pintura o sus libros se muere, algo tuyo se ha muerto para siempre. Y no andamos tan sobrados en este secarral del intelecto en el que a veces nos convierten nuestras filias y nuestras fobias, las dos españas que han de helarnos el corazón y el cerebro, no andamos tan sobrados de talento, digo, como para no llorarlos un poco, o quizá mucho. A Úrculo -viejo sátiro bondadoso-, a ese diablo ingenioso, burlón y tierno, desesperadamente amante de la vida y que se nos fue, como los otros, demasiado pronto, que fue Terenci Moix. Hoy, entre los míos, no hablamos de la guerra. Hoy releemos a ese clásico, Terenci, que se llamaba en realidad Ramón, que cambió su nombre por un capricho griego y que miraba hacia Egipto. O contemplamos el amado grabado que un día alguien nos regaló cuando le contamos cuánto nos gustaban esos traseros que pintaba Úrculo. Aún les quedaba mucho por hacer, y esa es la mayor pena.