La soprano vasca apareció como una diosa en el escenario del Auditorio de León ante un público que abarrotaba la sala y que la ovacionó continuamente durante todo el recital
Ainhoa y los sortilegios
Nadie puede negar el tremendo tirón que la soprano tolosarra Ainhoa Art
Con el aforo vendido desde hace semanas el público comenzó a llegar al Auditorio media hora antes del comienzo para no perderse ni una nota de un recital que si no fue lo carismático que debiera en cuanto a las obras, si puso de relieve las extraordinarias dotes de actriz cantante que atesora Ainhoa Arteta. La soprano apareció en el escenario con un impecablemente vestida de blanco con un traje largo de estilo imperio de seda y un echarpe de gasa con hojas. El piano, con una lamentable capa de polvo, ensució el vestido de la diva, quien, en la segunda parte, se cambió de ropa y surgió con un chiffón de terciopelo azul noche. Rostros conocidos de políticos en jornada de reflexión, es decir con cara de nada, escritores, cantantes y muchos aficionados foráneos llegados del País Vasco, Madrid, Oviedo y Galicia, se mezclaron con algún extranjero despistado que leyeron en el programa de mano El zapatero, de Alberti, y se armaron tal lío con lo de Rafael, el mítin de ayer y el líder socialista que no quisieron por nada del mundo perderse la ocasión de ver a estos dos monstruos jaleados por la voz de una soprano de primera magnitud. Los recitales de Ainhoa Arteta tienen la virtud de atrapar a los públicos más heterogéneos por lo estudiados y cuidados que son, buscando una puesta en escena glamurosa, y un vestuario acorde con el momento; lástima que el escenario estuviera tan desángelado, sin una mísera flor. Su forma de escenificar, de entregarse y de encandilar al respetable con toda suerte de gestos y palabras amables, su generosa emisión y la cuidada elección de un programa agradecido, con arias y canciones que modula con gusto exquisito, hace que el público caiga rendido ante, sus palabras, sus gestos y su desbordante simpatía. Voz pletórica Aunque se hicieron patentes algunas limitaciones en ciertas zonas de su voz, sin embargo su timbre es hermoso y su vocalización excelente lo que unidos a un buen volumen le permite afrontar cualquier aria de su repertorio lírico ligero y hacer con ella filigranas sin perder en ningún momento la elegancia del fraseo, el cuidado legato, ni el discurso canoro. Acompañada esta vez por un gran repertorista como es Lorenzo Bavaj permitió a la diva moverse con soltura en los pasajes alternantes, dejándola respirar en los finales de frase y manteniendo en todo momento la línea idiomática del discurso canoro, con un pedal parco y una pulsación leve, lo que redundó en el buen hacer de la soprano que lució lo más bello de su instrumento: la zona alta y la de paso, dosificando el tempo y perfilando los matices. La soprano vasca nunca tuvo un instrumento canoro excesivamente hermoso, sin embargo sí ha mantenido a lo largo de estos últimos años una cierta homogeneidad en el color, una media voz controlada y una encomiable agilidad para sortear los pasajes floridos con un fiato excelente y un legato adecuado a cada grupo de frases. A veces un molesto trémolo en la zona alta parece hacer peligrar la línea de canto pero rápidamente como retoma el discurso y sale indemne de esos precipicios. La primera parte la cantó con buena factura y con preciosismo aunque algunas de las obras fluctuaron entre lo academicista y lo simplemente bien cantado. Pero fue la segunda parte donde destapó el tarro de los perfumes y acabó con el personal. Con las propinas puso boca abajo el Auditorio y dejó para los restos a los 1.200 boquiabiertos espectadores. Al final, recibió un ramo de rosas rojas, las cuales fue besando una a una antes de arrojarlas al público, que con sus aplausos exigió a la soprano tres «propinas» de las más conocidas del repertorio opéristico. Agradeció las canciones al maestro García Abril, presente en el palco de honor, y él se puso en pie y fue ovacionado por el público. Arteta se despidió diciendo que estaba muy cansada pero no quiso irse sin cantar una canción tan castiza como El vito.