«Andanzas y visiones del León rural del siglo XX» ha sido editado en homenaje al abad emérito
Antonio Viñayo rescata en un libro todos los recuerdos de su infancia
«Si el 11-M hubiera ocurrido en mi niñez, los ciegos lo irían contando por los pueblos»
Una de las cosas que más impresionaron a Antonio Viñayo la primera vez que llegó a León fue descubrir que existían «casas puestas unas encima de las otras», como él mismo asegura, pero también le causó mucho asombro el ferrocarril, los caramelos de chocolate con el dibujo de la Catedral, las castañeras y un montón de cosas más. Lo normal, pues, en cualquier rapaz leonés de principios de siglo que dejara el pueblo para irse a vivir a la capital. Cuando se fue para el seminario, el jovencísimo Antonio provenía de la pequeña localidad montañesa de Otero de Viñayo, y el encuentro con la ciudad leonesa, aunque entonces no fuera más que un pueblón de 25.000 habitantes, supuso para él una experiencia inolvidable. El recuerdo de esas vivencias va a quedar a partir de ahora plasmado en un libro, Andanzas y visiones del León rural del siglo XX , que lleva por subtítulo Tres primeras salidas al mundo de un niño rural . El origen de estas reflexiones está en «unas cuantas cuartillas», dice Viñayo, que escribió hace ya años para un editor de Salamanca con vistas a una publicación que finalmente no prosperó. Pero un grupo de amigos de este gran conocedor y divulgador del patrimonio y las tradiciones leonesas han recuperado aquellos textos, los han publicado con apoyo de la Fundación Hullera Vasco-Leonesa y hoy los presentan en el Hotel Conde Luna en homenaje al que durante tantos años fue abad de San Isidoro. En él, además, pueden encontrarse intesantísimas fotos de la ciudad a principios de siglo y de un Viñayo con pocos meses de nacer y en otros momentos de su larga y fructífera vida. «León era para nosotros la meta soñada, como la tierra prometida de los israelitas», dice el ahora abad emérito del santuario. Pero no sólo la ciudad, «cualquier salida era un acontecimiento, como cuando nos llevaban a Camposagrado o a la braña del monte». También piensa Antonio Viñayo que la vida de entonces atesoraba valores importantes, ejemplificados en el palo de los pobres por el que los vecinos del pueblo debían dar, por turno, cobijo a los mendigos. «Cuando había pobre en casa -recuerda- era una auténtica fiesta; nos poníamos todos alrededor para escucharle y nos contaba cómo era la Catedral y qué era eso del ferrocarril». Y si resultaba que el pobre era impedido, pues todos los chavales le transportaban en burro, «como una procesión». Si era una monja la que pedía por las casas para los desamparados, «todas las niñas iban con ella». Un mundo, pues, completamente alejado de éste, anclado casi en la Edad Media («el salto es inconmensurable», dice Viñayo) donde el principal medio de comunicación seguían siendo los ciegos que cantaban sus coplas por los pueblos con ayuda de la zanfoña. «Si los atentados hubieran sido entonces, nos habríamos enterado por medio de los ciegos», dice. Pero si lo que le preguntamos es cuándo exactamente vino Antonio Viñayo a León, él simplemente responde que «nunca» ha dejado su pueblo.