Diario de León

El abad emérito de San Isidoro recibirá mañana un cariñoso homenaje

De Otero de las Dueñas a León

«Andanzas y visiones del León del siglo XX» refleja cómo fue la infancia de Antonio Viñayo

Antonio Viñayo, impecable, vestido «de domingo»

Antonio Viñayo, impecable, vestido «de domingo»

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E. Gancedo - león
León

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Los nombres que, en el amanecer de su vida, rodeaban al niño Antonio Viñayo, eran, como él mismo dice, «sonoros y legendarios»: Celada de Benllera, Negrón, Oso Grande, Collada Amargones, Peña de Piedrasecha, Cuerno de Bobia, La Biesca de Canales... una cartografía mágica y fascinante que circundaba las andanzas y correrías de quien llegaría a ser abad de San Isidoro; pero que, como tantos otros, también fue un niño rural, travieso y asombrado. «Escobares, piornos y urces, en las laderas del Mediodía -define Viñayo-. Tomillos, robles, sardones, en los escarpes septentrionales. Cuatro ríos, como en el Paraíso, bien que tres de ellos sean aprendices, pero que vierten su caudal en el 'Río Grande', que también lleva el nombre de Río Luna». Son pinceladas con las que el autor bosqueja el guapo pueblo montañés de Otero de las Dueñas, en el mismo vértice del triángulo que forman Omaña, Luna y la Hoja de León, el lugar en el que Antonio Viñayo nació en torno a los años veinte del pasado siglo y cuyas vivencias en aquellas infancias de era, escuela y oveja merina han sido ahora rescatadas en el libro Andanzas y visiones del León del siglo XX. Tres primeras salidas al mundo de un niño rural . Ha sido el más estrecho grupo colaborador de Antonio Viñayo el responsable de esta «sorpresa» editorial elaborada con motivo de la jubilación canónica del hoy abad emérito de la Basílica de San Isidoro; y que «aprovechó» los textos escritos hace décadas por el propio Viñayo para un libro que finalmente no llegó a publicarse. Pero además de las impresiones y los recuerdos que atesora este libro magníficamente editado por la Fundación Hullera Vasco-Leonesa, otro de sus grandes atractivos son las fotografías históricas con las que está adornado, algunas de enorme valor etnográfico (como la del carro chillón a la puerta de casa) o de incalculable valor sentimental como el niño Viñayo de pocos meses o el joven Viñayo vestido de impecable domingo. En cuanto a las escapadas, son aventuras rurales contadas con delicioso estilo en las que muchos de los lectores se verán reconocidos. Así, cuenta que su primera evasión fue «al Puerto de Santasmartas y la Vega del Palomar», o sea, la braña montaraz en la que pasaba el verano el ganado de Otero y a la que cada domingo acudían los ganaderos, «caballeros en el borrico familiar», dice en el libro, a dar sal a las vacas acompañados por un feliz rapaz. En esos viajes descubrió los desfiladeros asombrosos de su comarca y las aldeas de Viñayo y Piedrasecha, así como la famosa fuente y santuario del Manadero. La segunda salida, dada la ubicación del pueblo, no podía ser otra que la romería a Nuestra Señora de Camposagrado, «centro de la devoción popular y envuelto en tradiciones milenarias» que su abuela le iba contando. Pelayo, las tropas moras, los milagros y la música popular se entremezclaban en aquellos recuerdos. Pero la tercera fue el «viaje soñado», como asegura; León, «la tierra prometida». Y ese asombro, esa curiosidad y ese cariño por la ciudad los ha mantenido hasta ahora. Por eso mañana se le tributará un homenaje a las 14.15 horas en el Conde Luna (cuantos deseen unirse pueden retirar la invitación en el hotel) para que los leoneses le devuelvan ese cariño.

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