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Publicado por
Miguel Ángel Nepomuceno - león
León

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«¡Lástima de piano!», nos decía Nelson Freire al concluir su soberbio recital del sábado pasado en el Auditorio. «Un Auditorio con esta sonoridad y estas dimensiones merece un instrumento mucho más apropiado». De este modo se nos lamentaba el famoso pianista brasileño al poco de concluir lo que pudo ser uno de los recitales más inolvidables de cuantos han pasado hasta ahora por el Auditorio, y que por obra y gracia de un instrumento adquirido para otros espacios y acústicas, resultó una vez más deficiente, inapropiado y poco fiable en lo que afinación se refiere. El Bössendorfer, que actualmente tenemos y sin negarle las inmensas cualidades que posee no es adecuado para auditorios con dimensiones mayores a los de una sala de cámara, de ahí que debamos padecer un castigo «ad nauseam» cada vez que se programen obras no aptas para ser interpretadas en él. Freire, demostró a lo largo del extenso recital esa humildad y paciencia consustancial a todos los genios y aguantó estoicamente los exabruptos y cambios de afinación del flamante instrumento haciendo de la carencia virtud y controlando con suma sabiduría la pulsación, el pedal y el color para que Beethoven fuera Beethoven y Chopin no se pareciera más a Scarlatti. Con esos mimbres y esas limitaciones Freire se dispuso a ofrecernos «a forziori» una de esas veladas que sin ser sublimes dejan en el oyente la sensación de que algo diferente, hermoso y genial se ha producido. Comenzó por el Beethoven de Los adioses , de la Sonata 26, una confesión de fe para Freire desde que era un joven pianista enamorado de las sensaciones que emanan de un respeto absoluto por la partitura y de una forma de entender la música desde la introspección. Dueño Dueño de un sonido claro, matizado hasta lo indecible en la dinámica y en los cambios de color no tuvo problemas a la hora de decantarse por un tempo cadencioso sin apresuramientos pero tampoco sin elongaciones innecesarias. El Allegro desenfadado y brillante dio paso al Andante expresivo delineado con toda la pureza de un fraseo claro, equilibrado y luminoso, que llega al corazón antes que a los sentidos. El vivacísimo final fue de una tonalidad a otra de forma vertiginosa y diáfana. Su amado Schuman lo diseccionó en esa Fantasía en Do, op.17 dedicada Listz , todo un paisaje del alma en el que el fraseo, el matiz y el color jugaron al escondite con la frescura de una pianismo sin edad, sin retórica, ni amaneramientos. La segunda parte estuvo dedicada a otra de sus especialidades, Chopin. Con un dominio rotundo del material sonoro y tímbrico, sin ornamento alguno, con un sentido del legato y del tempo maravilloso fue sirviendo los 24 preludios de Chopin con el primor y la pulcritud de quien no sólo quiere explicar algo inexplicable y que además desea compartirlo con toda la fuerza de su arte y la sensibilidad de su corazón. Con pedal sobrio y una digitación poderosa para hacer que la melodía colorease bajo la alegra floración de las líneas de cada preludio Nelson Freire nos fue abriendo poco a poco esa puerta por la que se colaron los resquicios de su arte y, sobre todo de su inteligencia y sensibilidad, depositando un poco de esa luminosidad que emana de su técnica con emoción, humildad, entrega y sabiduría. ¡Inolvidable!

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