Un genio y un Auditorio vacío
Antes de entrar a valorar las excelencias del concierto que Misha Maisky y Karin Lechner ofrecieron el pasado lunes en el Auditorio, decir sin tapujos que, o toman medidas para informar correctamente al público sobre quien actúa en los conciertos y lo que se va a escuchar en ellos, o por favor señores responsables del Auditorio, déjenlo. Déjenlo porque con su desidia están causando un mal irreversible a la sociedad musical de esta ciudad, un daño irreparable a la imagen del Auditorio dentro y fuera de nuestra comunidad, y una burla permanente a nuestra cultura y a sus gentes. Ustedes sabían de antemano cuando dieron a la imprenta los programas quiénes iban a actuar en el concierto de Maisky y qué partes componían cada obra, y lo mismo que pusieron en las taquillas los títulos, también debieron molestarse en poner los movimientos y, sobre todo, el nombre de la pianista que acompañaba a Maisky, de cuya aparición no tuvimos noticia hasta que leímos su nombre en los programas que nos entregaron a la entrada. Eso, sencilla y llanamente, señores, se llama desidia, burla y desprecio hacia quienes sustentan con su dinero y su apoyo ese centro cultural, es decir sus abonados y los aficionados que día a día hacen colas para adquirir las localidades. Con ésta son ya más de media docena las veces que desde estas páginas hemos denunciado esta actitud por su parte y me imagino que, a la vista de las medidas que el concejal de Cultura ha tomado y toma al respecto, no será la última, porque la indolencia, además de cicatera, es contagiosa. Pues sí, Mischa Maisky actuó en León junto a una pianista formidable como es Karin Lechner, quien acompañó y fue a la vez protagonista de un concierto inolvidable que tuvo como denominador común la pasión. Dueño de un estilo poderoso, de una fuerza arrolladora, casi incontenible, que pone en todos sus conciertos y que produce un escalofrío continuo en el oyente, Maisky derrochó lirismo, melancolía y arte. Tres virtudes que unidas a una técnica soberbia y a una capacidad de comunicatividad extraordinarias pusieron en pie varias veces a una menguada audiencia que supo apreciar desde el primer momento que una cosa es la música bien hecha y otra la música con mayúsculas, la irrepetible. A su lado, la magnífica Karin Lechner, una pianista de raza, que cuidó y potenció los recursos del chelo no quedando ella en ningún momento en segundo término sino dejando patente que su labor de apoyo y matización de los pasajes polifónicos tienen mucho que ver con su manera de entender la partitura. Fue lírica, impetuosa, apasionada, sin perder en ningún momento el discurso sonoro ni el dialogo sutil. Maisky posee un estilo que no se limita a leer y a adornar sino que sabe crear el clima para que todo funcione como un perfecto mecanismo de relojería. El Arpeggione de Schubert lo dejó reducido a un cúmulo de sonoridades que abarcaron toda la paleta colorista antes de entrar con todo su poder en ese Stravisnky de la Suite Italiana vibrante, puro fuego. Falla lo hizo de reclinatorio, puro lirismo, sin caer en amaneramientos, y Bartok resultó cálido y cercano. Un concierto, pues, que perdurará en la memoria de los aficionados.