Diario de León

Grandes batallas y grandes botines

Ramiro II fue uno de los más grandes reyes leoneses; los árabes le apodaban «El Diablo» por su ferocidad y energía; y derrotó a los árabes en la cruenta batalla de Simancas

«Los nuestros volvieron cargados de riquezas...»

«Los nuestros volvieron cargados de riquezas...»

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C. Santos de la Mota - león
León

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Ramiro II de León conquistó la fortaleza omeya de Margerit, el actual Madrid y parece que la mantuvo un año (932), Osma (933) y aunque fue cercado en esta misma ciudad y devastados la plaza o ciudad de Burgos y el monasterio de Cardeña por los musulmanes, pudo reemprender nuevas expediciones victoriosas contra Zaragoza (937) y Pamplona (939). Estas circunstancias hicieron que León, Navarra y Aragón constituyeran un bloque militar frente al califa. Los musulmanes, decididos a enfrentarse a los norteños, mandaron una expedición que llamaron «campaña de omnipotencia», de la que algunos cronistas hablan que estaba compuesta por más de cien mil hombres, y a la que también acudió en ayuda de Abd al-Rahmán III el muslímico de Zaragoza, Abohaia. Su objetivo era, sin duda, León. El encuentro se produjo en Simancas. Aquí aconteció una batalla crucial contra los árabes llevada a cabo por leoneses, castellanos y navarros. Pero en ella se vio claro, tras la victoria, cuáles eran las aspiraciones castellanas. El choque de Simancas Las tropas árabes llegaron a las inmediaciones de Simancas a finales del mes de julio del año 939. Allí les esperaba el rey Ramiro II de León que estaba acompañado por los condes castellanos Fernán González y Assur Fernández. Cuenta la historia que el día 19 de ese mes de julio había habido un eclipse (nosotros no sabemos determinar si fue de sol o de luna), lo que en aquellos tiempos fue interpretado de muy diversas maneras. Ramiro II, no obstante, se había «preparado» con una peregrinación a Compostela, mientras que los condes castellanos y sus infanzones se arrodillaron delante del sepulcro de San Millán. Abd al-Rahmán III plantó a sus huestes cerca de la llanura donde el Pisuerga desemboca en el Duero. Los cristianos aceptaron la batalla. De un texto del cronista árabe Ibn Hayyan se sabe que el combate, duro y encarnizado, se prolongó durante varios días y que pudo tener su comienzo el 6 de agosto de ese año 939, una lucha que desde el principio se presentó muy difícil para las tropas musulmanas. Siguiendo tácticas de la Edad Media, los combates siempre se hacían durante el día, en cargas seguidas de bruscas retiradas hasta descubrir el flanco más vulnerable del oponente. Y así Ramiro II pudo darse cuenta de que el chund del califa, su fuerza de choque más importante, combatía flojamente, de tal manera que era por donde había que luchar con decisión y con fuerza, y fue esta determinación de carga decidida y contundente la que obligó a la fuerza árabe a replegarse y a batirse en retirada hacia un foso que previamente los cristianos habían hecho cavar cerca de allí, y que les impedía la retirada total; más bien los metía en una encerrona. Se dice que el mismo califa pudo huir «pero con enorme dificultad y dejando en el campo su coraza de mallas de oro y un alcorán de valor inestimable que hacía llevar consigo siempre que salía de Córdoba», en Kitab ar-Rawd al-Mitar, una traducción de Levi-Provenzal; o también en Sampiro, su crónica y la monarquía leonesa en el siglo X. Según el geógrafo moro Al-Munin al-Himyari, en esta batalla perecieron más de cincuenta mil musulmanes, y para los Anales castellanos, los muertos fueron «más de tres mil. Los demás huyeron». Sampiro, el cronista de la época por excelencia, habla de ochenta mil muertos, lo que a nosotros nos parece excesivo pues representa un ochenta por ciento de la fuerza total enviada, según hemos visto más arriba, y nos dice más: «su señor, Abd al-Rahmán, huyó medio muerto, y los nuestros volvieron cargados de riquezas: oro, plata y vestidos preciosos, y, el rey Ramiro, pudo entrar en su casa pacíficamente.» No obstante, el encuentro bélico de Simancas debió de tener dos partes, de las cuales la segunda sería la del foso a la que Sampiro llama de Alhandega, quizá el actual pueblo de Albendiego (Guadalajara), o las inmediaciones del río Alhándega, un afluente del Tormes, hasta donde podrían haber sido perseguidos los musulmanes. Y efectivamente puede ser así, porque de los Anales castellanos se extrae que el 21 de agosto «estando los muslimes (musulmanes) a punto de salir de su tierra, se les opusieron las nuestras», es decir, quince días después del primer enfrentamiento que habría tenido lugar en las cercanías de Simancas, el 6 de agosto de 939. También de los Anales castellanos se extrae que «allí fueron despojados, muertos y dispersos, y se enriquecieron con sus despojos Galicia, Castilla (es curioso pero omite León que es el núcleo principal y el ente territorial de mayor personalidad y prestigio, y en cambio se afirma Castilla que hasta entonces y más acá en el tiempo no era sino un ente difuso, aunque no es de extrañar si tenemos en cuenta la fuente), Álava y Pamplona con su rey García Sánchez». Es decir, los navarros y con ellos muy probablemente la reina Toda Aznar a la cabeza, más el condado de Álava, también intervinieron en aquella batalla que, como vemos, termina en lugares que no han sido resueltos todavía. Nuevas fortalezas Tras la batalla victoriosa, Ramiro II mandó crear fortalezas entre Roa y Simancas que consolidaran la línea del Duero, además de otras como Curiel y Peñafiel, y alguna de posición más avanzada hacia la sierra, como Cuéllar. Esa labor de fortificación la encomendó Ramiro II a uno de los condes castellanos que más se había distinguido en la batalla de Simancas y que además disponía de los hombres y de los atuendos necesarios. Su conde era Assur Fernández, que había regido la parte oriental de Burgos y para el que ahora mandó crear, junto al Pisuerga y el Carrión, el condado de Monzón. Esta decisión se oponía radicalmente a las ambiciones castellanas y en especial a las de un magnate llamado Diego Muñoz que, bajando de la Liébana, se había establecido en la parte alta del Pisuerga y gobernaba la región con el título de conde de Saldaña. Fernán González, aprovechándose de la victoria, del desconcierto y de la manga ancha que siempre es tan imprudentemente generosa en los momentos de euforia, también se apresuró a avanzar hacia el sur, justo en la dirección propicia para contener los posibles avances del conde de Monzón, afecto al rey Ramiro II. Todo esto es lo que motivó, probablemente, el profundo descontento entre León y Castilla, entre Ramiro II y Fernán González. El que se hacía llamar conde de Saldaña, Diego Muñoz, también se sumó al descontento, pero naturalmente a favor del lado castellano. Estudiados enlaces Estas traiciones de aprovecharse del terreno que había conquistado Ramiro II para que los condes rebeldes castellanos avanzaran en tierra y en aspiraciones, propició que en la década siguiente, dentro de los dominios cristianos, Ramiro II tuviera que enfrentarse a la rebelión de ambos condes. Antes, Ramiro II ya se había separado de su primera esposa, Adosinda, y ahora estaba casado con Urraca, hija de los reyes de Pamplona, Sancho Garcés y Toda Aznar o Aznárez. Con ella tuvo dos hijos, Sancho, el futuro Primero el Craso y Elvira que profesó de monja. La madre de Fernán González, Muniadona, que según recordaremos enviudó de García I de León, ambiciosa y astuta, logró casar a su hijo Fernán González tenido con Gonzalo Fernández o quizá Gonzalo Núñez, con Sancha de Navarra, hija del rey navarro Sancho Garcés y de la reina Toda. La infanta Sancha ya había enviudado de sus primeras nupcias con Ordoño II de León, después había casado con el conde alavés Álvaro Herraméliz y ahora casaba de terceras con Fernán González. Esta circunstancia, unida a que Sancha era hermana de la esposa de Ramiro, convertía automáticamente al conde castellano en cuñado de Ramiro II de León. La maniobra castellana, aparentemente intranscendente, puede que tuviera como fondo la de atraerse la amistad navarra para afianzarse dentro de una paz relativa ese flanco, mientras no perdía de vista su verdadero interés: León. Naturalmente, esta inclinación obsesiva y enfermiza por dominar León nunca fue sospechosa de emplearse con ningún otro reino cristiano, al menos en estos años, y tendrían que pasar muchos más para que la obsesión imperial de Castilla, ya reino, tocara otros cimientos que no fueran los leoneses, eso sí, cuando ya de León poco o nada tenía que tocar por haberlo tocado todo.

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