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El advenimiento del rey gordo

Tras el reinado de Ordoño III, un monarca sometido a múltiples tensiones y presiones externas e internas, ciñe la diadema Sancho I, un rey grande en cuanto a proporciones

«El pueblo entero se mofó de él...»

Publicado por
C. Santos de la Mota - león
León

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Quizá Soldevila cuando habla de la «contemplación sempiterna de la llanura monótona» puede que esté refiriéndose a los Campos Góticos Leoneses, los Campi Gothorum Legionensis, que diría Sánchez Albornoz, y que fueron y son verdaderamente leoneses desde el mismo origen, y que tampoco son especialmente «llanos», sino que forman formas góticas suaves, curiosamente y en buena parte de ellos, aunque su nombre no esté sostenido precisamente por su carácter orográfico, sino por el establecimiento de los godos a principios del siglo VI en grandes masas cerradas. O tal vez se refiera a la Castilla del sur, a Castilla la Nueva. Pero en todo caso lo que los terrenos abiertos traen son gentes y mentes abiertas, el producto del terreno, y es precisamente su contemplación abierta, lejana y extensa lo que produce una mentalidad que es la antítesis de la cerrazón. Mentes y actitudes tan abiertas, precisamente tan escasas de cerrazón orgullosa y altivez que facilitó el allanamiento en el camino intratable y terco de la ocupación castellana, tanto que hoy esas tierras son consideradas Castilla, pero sin que ello nos lleve a aceptar ni comprender que la contemplación sempiterna de las llanuras monótonas son ni puede ser la consecuencia de una sociedad arisca, altiva ni orgullosa. Estas formas de comportamiento crecen con mayor facilidad en los espacios cortos, entre recovecos, en los rincones y requiebros de una orografía arrugada, apiñada, de una sociedad recogida, limitada, donde hay una cierta oscuridad, donde los movimientos son cortos y las relaciones sociales escasas en número, entre montañas, al abrigo de una misma idea mil veces dada la vuelta, mil veces asumiendo y asintiendo la razón, la razón propia, la de uno, ya la única porque ya no puede haber otra, pero nunca en los lugares abiertos, física y socialmente abiertos. Después de aquellos acontecimientos de sospechosas conjuras y ambiciones entre castellanos y navarros, Ordoño III casó en segundas nupcias con Elvira y pudo afianzar su autoridad, aunque notablemente mermada, en León, pero no pudo evitar que las discordias civiles, cada vez más numerosas en el condado de Castilla, acompañadas de algunas comprensiones en León, consolidaran la independencia castellana. Su gobierno transcurrió entre peligrosas rebeldías interiores y aceifas lanzadas por las tropas musulmanas. Tuvo que enfrentarse a situaciones difíciles con los condes de Galicia y de Portugal. En este último lugar pudo imponer su autoridad con penas y confiscaciones realizadas contra varios miembros de la familia de san Rosendo. En 955 entregaba al santo unas mandaciones «que quité -dice el rey- a nuestro tío y cuñado vuestro, Jimeno Díaz, y a vuestros sobrinos Gonzalo y Vermudo, los cuales carecieron de ellas por su criminal conducta y execrable infidelidad». Entre tanto los musulmanes podían hostigar sin grandes dificultades las fronteras llevando a Córdoba, según la expresión de sus historiadores, montones de cruces, de campanas y de cabezas cristianas. Se habla de una expedición cordobesa, en 953, que habría tenido como consecuencia la muerte de diez mil cristianos. Después de tantas hostilidades al reino, pero especialmente las incursiones musulmanas en Galicia, Ordoño III decidió responder con una gran expedición que llegó hasta Lisboa (955), y que reportó una gran cantidad de despojos y de cautivos, lo que forzó a que se concluyera con una tregua pactada con el poderoso califato de Córdoba. Sobre esta expedición de leoneses contra muslimes que terminó en pacto entre Ordoño III y Abd al-Rahmán, un historiador árabe, Ibn Idhari, nos dice que la iniciativa habría partido del monarca leonés, pero lo cierto es que Ordoño recibió en su corte a los enviados de Córdoba: Muhammad ben Husein, dignatario del consejo califal, y el famoso judío Ibn Yusuf Hasdai ben Saprut, director general de Aduanas. El acuerdo fue firmado en el invierno de 955-956, según el cronista árabe Ibn Jaldún. Al empezar el año 956 todo auguraba una paz duradera, sin embargo unos meses después el rey Ordoño III moría prematuramente en Zamora, y su hermanastro Sancho pudo ser reconocido como rey de León. El monarca difunto no dejó otro heredero que un niño de corta edad, quizá o probablemente con toda seguridad, bastardo, el futuro Vermudo II, y su reinado se había prolongado tan sólo durante cinco años y seis meses. Sancho I el Craso (primera etapa) Rey de León, 956-958. Hijo de Ramiro II y de Urraca de Navarra. Casó con Teresa Ansúrez o de Monzón. Era nieto de la reina Toda Aznar, de Navarra, y también medio hermano de Ordoño III. Heredó el trono a la muerte del anterior rey leonés (956). La elección se hizo sin disturbios a pesar de que legalmente las cosas no se presentaban con toda claridad. Ordoño III dejaba de una probable relación esporádica un niño todavía en la cuna, con el cual no era posible contar, pero allí estaba también el hijo de Alfonso IV el Monje, el futuro Ordoño IV. Las guerras civiles que estallaron durante el reinado de Ordoño III tuvieron su continuidad al advenimiento del nuevo monarca. El país era todo un fragor bien abonado para la anarquía y el desgobierno, un terreno ideal para que agentes externos y muy interesados pusieran en marcha sus maquinaciones en pos del objetivo eterno: roer los cimientos de la silla real y hacer que ésta se moviera, moviéndose así quien en ella se sentaba. Estas guerras civiles que continuaron con Sancho I hicieron de su gobierno uno de los más agitados de la historia del reino. «Vano y orgulloso», según algunos cronistas, como el árabe Ibn Jaldún, careció de la habilidad necesaria para sostener el prestigio de su autoridad frente a la política muy particular de Fernán González y las ambiciones de algunos magnates leoneses que perturbaron el reino. Quiso llevar a cabo una política firme frente a las pretensiones de la nobleza, aunque sin habilidad, lo que le trajo muchas antipatías. Además, a pesar de su corta edad, no pasaba entonces de los veinticinco años, padecía una monstruosa obesidad (por eso se le llamaba el Craso) que le dificultaba para andar e incluso montar a caballo. No digamos ya para el ejercicio del manejo de las armas. Su figura, unida a un carácter orgulloso, fatuo y poco inteligente, le hicieron rápidamente impopular, los magnates le despreciaron y el pueblo entero se mofó de él. Y estas cosas no hacen más que poner de manifiesto aquello de tirar piedras contra el propio tejado. Que uno sea mejor o peor no es cuestión relevante cuando están en juego decisiones, futuros y transcendencias de importancia general superior. Despreciando lo propio no se hace sino otorgar gratis el salvoconducto para la entrada ajena. Vano, fatuo o gordo son pequeñeces fútiles a la hora de mantener la personalidad, la identidad y la peculiaridad propias, y lo que provocan estas temerarias, arriesgadas y lerdas actitudes es que se abra más la puerta de la propia singularidad con el riesgo de que entren con toda facilidad aquellos agentes extraños que a lo mejor creemos nos van a hacer mejorar, lo que en realidad nunca sucede pues quien entra es para quedarse, es decir, para llevar, y de aquella posible ilusión, por no decir irresponsable desfachatez, no puede quedar otra cosa que la vieja e ilusoria estela que creíamos de la mejor perspectiva, vagando perdida, irreconocible, inalcanzable, convertida en nada. La ilusión que, como el humo, se esfuma al poco de llegar. A nuestro juicio son errores tan evidentes, irresponsabilidades tan manifiestas que si no hubieran nacido desde dentro (por eso duele más. «No hay peor cuña que la de la misma madera» dice el proverbio), no lo hubiéramos dado mayor importancia. En estos descontentos, en estos magnos errores de prohombres leoneses es donde más apoyo encontró Fernán González para, prácticamente, dirigir la política social y hasta atreverse a sugerir la sucesión en el trono. Lo que habla muy a las claras del peso político y social que tenían los prohombres leoneses, o la influencia de éstos entonces, o el apego a su pueblo, o en qué forma se identificaban con su gente. Más de mil años después aún persisten los viejos tics de tanta torpe tosquedad, de tanta desesperación de los más pobres y de tanta ausencia de timón y/o de timonel. Demasiadas tinieblas, demasiadas penumbras, hondos y hoscos laberintos de sinrazón apedreándose la propia casa, sin caer en la cuenta que era también la casa propia. Como hoy. ¿Como siempre? Y prácticamente nada hace pensar que hubiera sectores identificados con la sociedad en la que habitaban. Qué recolección tan pobre. Ni fuerzas, ni la vitalidad de la energía, ni el orgullo de la egolatría al ombligo propio, ni la alegría del ser, ni el ser de la esperanza, ni la esperanza del mañana.

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