CRÍTICA DE TV
Ficción
LOS ESPECTADORES que frecuentan «La máquina de la verdad», el programa de Alicia Senovilla en Antena 3, están cobrando ancho conocimiento de las miserias humanas. He aquí otra historia poco edificante: señor maduro se encapricha de prostituta paraguaya, la redime de la esclavitud del sexo y la lleva a vivir consigo; mas la paraguaya entiende que, superada la época del sexo esclavo, ha llegado la del sexo libre, por lo cual rompe a coquetear con cuanto varón se le pone a tiro. La paraguaya sentía especial inclinación hacia el dentista, y fue el abuso del empaste lo que colmó el vaso de la desconfianza. Y allá que se fueron los dos, paraguaya y señor maduro, a resolver en ordalía tecnológica el pleito, porque la «máquina de la verdad» ha suplantado al medieval juicio de Dios en estos tiempos de superchería mecánica. Confieso que no me quedé a esperar el veredicto del polígrafo: bastaba con ver la cara de los litigantes. Él era un caballero tranquilo y como linfático, blandito, de bigotín que recordaba a los personajes del viejo tebeo español de los sesenta; ella, una mocetona vulgar, pero garrida y bien armada, de ojos vivos y pómulos poderosos, con cierto eco de serpiente en la geometría del rostro. Hay apariencias que no engañan. Por otro lado, estas historias de maduros varones corniveletos burlados por mujeres de ingle joven y airosa son tan comunes, tan de toda la vida, que poco podía aportar la máquina de marras; más aún, la máquina no hace más que soltar un chafarrinón hortera sobre el tópico literario. Pero es que, además, la miga del episodio no estuvo en la trivial historia del macho burlado, sino en el gesto que componía Alicia Senovilla mientras hablaba con los protagonistas del lance: jamás se vio a una mujer más seria e implicada en la cuita ajena. Y aquí hay una cuestión elemental de comunicación no verbal: cuando alguien que no se caracteriza por su seriedad ingénita ni por su talante reflexivo se manifiesta grave e introvertido, o bien es que hace frente a una grave crisis personal, o bien es que está fingiendo. Alicia estaba fingiendo. Y lo hacía de modo tan patente, tan exagerado en la interpretación, que el del bigotito todavía quedaba más humillado ante el espectador. La culpa, por supuesto, es de ese caballero, ingenuo devoto de la ordalía tecnológica. Pero la presentadora haría bien en reforzar el capítulo interpretativo y parecer más verosímil en sus intervenciones; no tiene por qué ganarse reputación de hipocresía.