Diario de León

Más que una guerra entre hermanos

Las disputas surgían de la suma de infinitas discordias, invasiones colonizantes, diferencias evidentes, opuestas concepciones, orígenes desiguales, miedos y recelos

«... Rodrigo Díaz, El Cid Campeador, recibió el cargo de alférez real en tiempos de Sancho»

«... Rodrigo Díaz, El Cid Campeador, recibió el cargo de alférez real en tiempos de Sancho»

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C. Santos de la Mota - león
León

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A pesar de las disputas, lo que mandaba sobre todo era una cosa muy imperativa, que no era otra que la de frenar el avance musulmán, reconquistar la tierra y repoblar ésta con súbditos cristianos. Una vez conseguido lo primordial no tenía sentido mantener unido lo que era evidente que no ligaba. Y aunque ligase. ¿Por qué? ¿Y por qué la obstinación con León y no con Navarra, Aragón, Cataluña¿? ¿Por qué tanta obsesión? Leoneses y castellanos, distintos, originaria y físicamente distintos también en su nacimiento como pueblos, en lugares y tiempos dispares, tan enfrascados en guerras entre sí no podían tener más que una afinidad, la misma de hoy: el recelo, la distancia, la diferencia; el reino que trataba de defender sus fronteras, también su derecho a la personalidad, a la identidad, contra una Castilla de corte imperial, arrogante, impetuosa que no hacía más que ensancharse a costa de los demás. El agresor contra el agredido o éste tratando de defenderse de los embates coloniales de Castilla y su manía de engrandecimiento a costa del reino de León. Y así tantos años, tanta sangre y tantas distancias y reojos que puede valer y vale la reconciliación (faltaría más), pero no la confusión, ni la mezcolanza, ni mucho menos la igualdad ni, peor todavía, la aceptación resignada de la pérdida de la perspectiva histórica por más tierra y más años que echen encima aquellos interesados en hacer igual lo que nunca fue igual. Aunque virtualmente unidas las tierras (no así los hombres), Castilla seguía rigiéndose a su manera, lo mismo que León. Los recelos eran enormes, también hoy, y Sancha, bien conocedora de su tiempo pues no en vano había soportado la influencia navarra durante el reinado de su hermano Vermudo III, y ahora la que bullía desde Castilla, intentó hacer todo lo que pudo para que en su reinado no se acentuase la avalancha castellanista. Tanto, que ya vimos cómo Menéndez Pidal habla de «leonesización» de Fernando. De hecho parece que Sancha consigue lograr que León sea para Fernando el centro de su actuación. En tierra leonesa, convocado por él, tiene lugar el concilio de Coyanza para la restauración eclesiástica del reino (hacia 1055); a León fueron llevadas las reliquias de San Isidoro rescatadas del poder del rey de Sevilla; Fernando mandó edificar la basílica de San Isidoro (1055), parece que conocida antes como de San Juan y terminada hacia 1067, una de las joyas del prerrománico; y no sólo decide ser enterrado en ella, sino que lleva allí los despojos de su padre, el rey navarro Sancho III. Al morir, sin embargo, hizo que la primacía recayera en Castilla, y Castilla dejó en herencia a su primogénito, Sancho, el futuro Segundo, el Fuerte; mientras que León, que ocupaba la parte más extensa del reino, fue la herencia de su hijo preferido, Alfonso, el futuro Sexto. Alfonso VI el Bravo. Rey de León, 1065-1072, y de León y de Castilla de 1072 a 1109. Fue segundo hijo de Sancha de León y de Fernando I. Casó en primeras nupcias con Inés de Aquitania, lo que determinó una sensible influencia francesa, después con Constanza de Borgoña, circunstancia que haría aumentar aún más esa misma influencia a través de los monjes del cluny. A continuación casó con Berta de Borgoña, más tarde con Isabel (o Zaida, de origen árabe) y por último con Beatriz de Este. En el reparto del territorio (1063) Su padre Fernando I determinó que Sancho heredaría Castilla más las parias de Zaragoza; Alfonso León y las parias de Toledo; y García Galicia más las parias de Sevilla y Badajoz. La llegada al trono castellano de Sancho, coincide también con la llegada y el nombramiento como alférez real de Rodrigo Díaz, más tarde conocido como «el Cid». Sin embargo estos dos personajes ya eran conocidos y también amigos pues en su juventud habían participado en la defensa de Graus, un municipio de la provincia de Huesca perteneciente al partido judicial de Barbastro. Pero la división hecha por su padre Fernando y su madre Sancha no fue aceptada por Sancho II, llamado el Fuerte, lo que originó el encuentro bélico de Llantada (Palencia) el 19 de julio de 1068, en el que Alfonso VI fue derrotado, aunque pudo huir y conservar el reino. Las hostilidades, empero, desde el lado castellano no cesaban, pues era evidente que Sancho II ambicionaba reunir en un solo trono todo el territorio. Es decir, la vieja Castilla, según nos decía Menéndez Pidal, «díscola, que obraba impulsada por el defecto ibérico del separatismo y por la tendencia disgregadora», ahora se había convertido mágicamente en obligadora déspota de una idea nacional superior que ella misma antes había rechazado hasta el punto de destruir lo que ahora quería recomponer, pero ella y desde ella. Se estaba empezando a caer en el abismo de la uniformidad y en las consecuencias trágicas y de desencuentros nacionales que muchos siglos más tarde pondrían perplejos a no pocos españoles. Egoísmos totalitarios que han podido verse con suficiente nitidez en el curso de los años y de los siglos. Viejas tradiciones. Vicios caros y «distancias infinitas» entre sociedades peninsulares tan cercanas y tan relacionadas entre sí. En 1071 Alfonso VI donó a su hermana Urraca Fernández varias heredades en la ribera del río Esla y el monasterio de Cisterna, con todos los habitantes en ellas y cuantos a ellas llegaran a poblar. Es conocida la buena sintonía que existía entre ambos hermanos y que chocaba frontalmente con la aceptación que ambos dos tenían por su otro hermano, Sancho II de Castilla. Y es también en 1071 cuando las ambiciones de uno y, por qué no, también las del otro, concluyeron con un acuerdo que consistía en quitar del medio al más débil de los hermanos. El tercer varón en discordia, García, había heredado Galicia, pero tras la conclusión a la que parece habían llegado Sancho y Alfonso, el rey gallego sería derrotado y metido en prisión (o quizá arrinconado con sus parias en Sevilla), lo que significaba que esta parte de un reino partido en tres era tierra que al ser de los dos no era de nadie, pero sin embargo era pieza fundamental pues se prestaba a hacer el efecto, en ambos, de poder hegemónico cada uno por encima del otro, según para donde se decantara más la fuerza o disposición de ánimo. Naturalmente, estas tensiones, más las que al margen del suceso gallego se venían sosteniendo desde el reparto del reino y el inconformismo de Sancho, tensiones y escaramuzas pertinaces que como las mareas iban y venían, con color de rencillas, con olor de batallas, con el amargor de la peor de las guerras: la civil, no podía concluir en otra cosa que no fuera una nueva y cruenta batalla que decidiera de verdad quién iba a ser el rey hegemónico. En verdad, sin embargo, las tierras gallegas, cuando habían sido subsidiarias de alguien, siempre lo habían sido de León, pero nunca de Castilla, esta es, pues, una razón, si se le quiere buscar, de Alfonso sobre Sancho, quien pretendiendo meter las narices en terreno siempre ajeno, aprovechaba que el reino de León estaba en el medio para llevárselo también a él. Pero las guerras dispuestas entre hermanos no eran tan simples como puedan parecer. Ni las fobias de uno tenían su origen en el otro, ni éste ejercía un capricho puntual llevado por la sinrazón momentánea, ni aquél hacía seguidismos de naderías, todas ellas veleidades que al no tener fondo ni base sólida se derrumbarían muy pronto como un castillo de naipes, ni tampoco podría encontrarse la explicación en unas tierras más allá o en otras más acá. La guerra entre hermanos no era un enfrentamiento cualquiera entre Alfonso y Sancho, la guerra era claramente la suma de infinitas discordias, invasiones colonizantes, diferencias evidentes, opuestas concepciones, futuros y orígenes desiguales y miedos y recelos objetivos de una sociedad que trataba de defenderse y resguardar su supremacía, contra aquella otra que, de corte imperial, perseguía únicamente la derrota y la aniquilación identitaria del oponente, todo ello aliñado con años, lustros y décadas, muchas, de fervientes disputas de desconfiadas diferencias por no querer ser absorbido, uno, mientras que otra, Castilla, pujaba con la ansiosa ansiedad de la acaparación. Mientras el enemigo común estaba en el sur, ampliaba el sur, Castilla seguía mirando a su oeste y al norte, pretendía castellanizar el oeste y el norte, quería llegar al mar y seguir llamándose Castilla. No. La lucha entre hermanos no había que considerarla tan a la ligera.

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