Diario de León

Alfonso VII de León y Castilla

Alfonso VII tuvo que hacer frente a la nobleza castellana, más partidaria de Alfonso I, su padrastro, que de él mismo, que ya había sido coronado rey de Galicia

Imagen de Alfonso VII

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C. Santos de la Mota
León

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Rey de León y de Castilla, 1126-1157. Hijo de la reina Urraca (anterior) y del conde de Grajal, Raimundo de Borgoña. Casó con Berenguela de Barcelona. Consultadas algunas fuentes comprobamos con una cierta reticencia e incredulidad que Alfonso VII perdió todos los derechos a la sucesión al trono debido al casamiento de su madre, Urraca, con Alfonso I el Batallador. Y esto no parece que fuera así, ya que tanto Alfonso Raimúndez (Alfonso VII) como su madre Urraca, obtuvieron del padre de ésta y del abuelo de aquél el señorío de Galicia con una clara y explícita condición, que era, evidentemente, la de que Urraca no contrajera nuevas nupcias. En caso contrario, Galicia pasaría en su integridad a su hijo, pero en modo alguno nos parece que esta condición llevara implícita la inhabilidad al trono por parte de Alfonso VII. No creemos, pues, que el casamiento de Urraca con Alfonso I el Batallador, tuviera nada que ver ni afectase para nada al hijo. Todo lo contrario, incumplida la condición impuesta por Alfonso VI, quien perdía el señorío de Galicia era Urraca, precisamente en favor de su hijo. Luego las cosas cambiaron repentinamente y dieron un vuelco espectacular tras la muerte del único hijo varón de Alfonso VI, Sancho, en Uclés, y fue precisamente su padre, el rey Alfonso VI, quien planeó la boda (1108) que luego se consumaría en septiembre de 1109, de su hija Urraca, heredera al trono de León y de Castilla, con Alfonso I el Batallador, a la sazón rey de Aragón y de Navarra. Inmediatamente después de ser proclamado rey de León y de Castilla, Alfonso VII tuvo que hacer frente a la nobleza castellana, más partidaria de Alfonso I, su padrastro, que de él mismo, que ya había sido coronado como bien recordaremos por sus tutores y partidarios, rey de Galicia (hacia 1109-1110). También hubo de enfrentarse a su tía Teresa de Portugal que era, como también recordaremos, hermanastra de su madre Urraca y que, junto con su marido, Enrique de Borgoña, actuaban ya con total libertad y una práctica muy asimilable a la independencia dentro del condado portugués. Evidentemente, también hubo de ponerse enfrente de su padrastro, Alfonso I el Batallador, que con el regusto que le dejó Urraca, amargo y áspero, más la participación entusiasta de muchos adeptos castellanos, creaba un ambiente dentro de los límites de su reino que en nada podía favorecer la estabilidad y la hegemonía, sensaciones que, de desmoronarse, arrastrarían consigo la credibilidad y el asentamiento de un monarca que, habiendo dejado muy atrás los límites estrechos de una independencia gallega, ya empezaba a soñar con grandes empresas, ilusiones fáciles, realidades complicadas que harían necesario el paso del tiempo para saber si se sustentarían sobre cimientos firmes o grandiosas debilidades. Ambos dos, Alfonso VII y Alfonso I, reyes de León y de Castilla, y de Aragón y de Navarra, respectivamente, firmaron un pacto que llamaron de Támara (1127), prácticamente recién estrenado el trono por parte de aquél, mediante el cual se llegaba a un acuerdo de cesación de las hostilidades, y por el cual Alfonso VII renunciaba a las conquistas hechas por sus antecesores en la Rioja. Además el otro Alfonso se retiraba de algunas plazas fronterizas y renunciaba al título de emperador, en favor de aquél. Pero a pesar de todo las luchas entre ambos continuaron en las zonas limítrofes de Aragón, no obstante muy amortiguadas gracias al pacto de Támara, lo que aprovechó Alfonso VII para emprender una campaña militar por Córdoba, Sevilla y Jerez. Pero es en 1134, con la muerte de Alfonso I el Batallador, y aprovechándose de una situación de fragilidad y desconcierto, cuando Alfonso VII decide atacar con contundencia el reino de Aragón y Navarra y expandir sus dominios en pro de una ilusión hegemónica y de soberbio egocentrismo que le llevarán hasta Zaragoza, ciudad que ocuparía, así como también la orilla derecha del río Ebro. La reacción desde Cataluña fue inmediata y Ramón Berenguer IV puso freno a su expansión limitando la ocupación del monarca Alfonso VII al establecimiento de algunas guarniciones. Fue también en 1134 cuando Aragón y Navarra se desligaron de su unión. Aragón entronizó a Ramiro II, hermano del rey finado, y Navarra proclamó rey a García Ramírez. La separación de los reinos navarro y aragonés permitió que el rey de León y de Castilla ocupara las plazas de Nájera y la Rioja, tierras que el ahora fallecido Alfonso I el Batallador había vinculado de nuevo a su reino aragonés y navarro, y que la consecución de éstas por Alfonso VII parece que hizo el efecto de convertirle en una especie de árbitro de todos los reinos cristianos peninsulares. Ansias independentistas Puede que aquí empezara a hilvanarse la leyenda de una hegemonía¿, la hegemonía que suele atribuírsele pero de la que nosotros dudamos con la debida prudencia, pues heredó un reino totalmente descompuesto, ni siquiera él mismo hubiera querido participar de él debido a aquellas lejanas ilusiones independentistas gallegas, con Portugal escapándose atrevida y manifiestamente, Castilla proclive a su padrastro, un Ramón Berenguer IV que desde bastante lejos le frenó en sus ansias de expansión fabulosa, y un reino, el suyo, o dos en uno, que, aunque mejorado de la anarquía suicida en que vivió durante todo el período de reinado de su madre Urraca, no creemos, sin embargo, que por fuerza militar ni estructura social, ni por vertebración de ningún tipo, pudiera hegemonizar más allá que su sueño íntimo, fantasioso y fluctuante de una ambición grande y apetecida, que respetamos y comprendemos por la parte de los sueños y sus fantásticas inmensidades, pero que juzgamos más ceñida a una ilusión que a una realidad. Puede también que intereses internos vendieran poder y hegemonía allí donde no había mucha más abundancia que escasez, ganas que realidades objetivas, sueños que despertares. Tampoco los almohades eran los de años atrás, y esto puede que también ayudara a que la evidente debilidad de unos fuera menos grande y menos evidente que la de otros, lo que podría explicar en cierto modo esa hegemonía que desde nuestro punto de vista estaba sustentada, no desde la fuerza ni la solidez de la estructura social, tampoco desde la cohesión ni la afinidad sentimental, sino desde la leve flojedad que se refracta con espejismos de grandeza sobre una mayor debilidad. En efecto, nosotros creemos que esa hegemonía, más el blasón con el que se la adornó, el de título imperial, respondía más a una ilusión deseada con fruición que a una realidad, a una ambición que a un hecho, a una fantasía más que a una concreción.

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