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De monarca a «Imperator» de León

Alfonso VII se coronó emperador merced a la obediencia de navarros, sarracenos, los condes de Barcelona y de Tolosa y muchos jefes y condes de Gascuña y de Francia

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Publicado por
C. Santos de la Mota
León

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Ya en tiempos de Ramiro II de León algunos notarios empezaron a llamar Imperator al rey, pero más como sentido adulatorio y de sumisión poco menos que esclava, que como significado de fuerza, de influencia, de poder, de ejercicio hegemónico verdadero, y eso con Ramiro II, quizá uno de los mejores reyes de León, digno rival de sus mejores rivales y hasta del terrible Almanzor, si ambos hubieran coincidido en el tiempo. Además el título de emperador se empleaba tanto más cuanto más iba debilitándose la personalidad del monarca, su poder militar menguaba y encogían sus influencias, justo el momento para el resurgimiento de los aduladores y tanto vividor como siempre ha habido recostados a la sombra del árbol más frondoso, mimándolo con abonos de cariño para que no enferme nunca ni ellos pierdan las delicias. En 1135 Alfonso VII se proclamó emperador, en León, y a ese evento asistieron el rey de Navarra, García Ramírez; el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV; el conde de Tolosa, Alfonso Jordán, y otros varones languedocianos. Y nosotros, que somos leonés de provincia y también, convencido, de región, y que tantas veces hemos paseado por esa maravillosa ciudad, vimos hace ya algunos años en la plaza La Regla una inscripción sobre hierro referente a lo que acabamos de escribir. En Lecturas de historia de España, de Claudio Sánchez Albornoz y Aurelio Viñas, una vieja publicación de 1929 y de la editorial Plutarco, y ellos a su vez de la Crónica Adefonsi Imperatoris, este evento se describe de la siguiente manera: «¿ el conde Ramón de Barcelona, cuñado del rey y su pariente el conde Alfonso de Tolosa, vinieron a presencia de aquél (Alfonso VII) y le prometieron obedecerle en todo y se hicieron sus vasallos tocando la diestra del príncipe para reconocer solemnemente la fidelidad que le debían, y recibieron del rey leonés (¿) en honor un vaso muy bueno de oro que pesaba 30 marcos (el marco fue una antigua unidad ponderal monetaria que se usó en León y por extensión también en Castilla, y que era de origen germánico, más exactamente de Colonia. Esta variedad de marco, porque había varias, pesaba 230,0465 g), muchos caballos y otros muchos regalos. Después acudieron unánimes al rey todos los nobles de Gascuña y de la tierra vecina hasta el Ródano y Guillermo de Monte Pesulano, recibieron del príncipe plata y oro, diversos, variados y preciosos dones y muchos caballos, y se sometieron a él obedeciéndole en todo. Más tarde llegaron también ante el rey muchos hijos de los condes, jefes y potestados de Francia y muchas gentes de Poitu, recibieron de él armas y otros muchos regalos, y así se extendieron los límites del reino de Alfonso, soberano de León, desde el gran Océano, junto a Padrón de Santiago, hasta el Ródano.» Ditirambo o realidad No queremos nosotros caer ni en la hinchazón de la fábula ni en las arrugas de la deficiencia. Desconfiamos incluso de un término medio que estaría entre los dos conceptos; ni sobre suelo ni subsuelo, sino el suelo, es decir, a nivel de realidad. Y de la misma forma que cuando los vientos no son tan favorables desconfiamos del origen, de la dirección y de la procedencia, razones de más ponemos para atender con desconfianza a tanto brillo y lustre de mercenarios de pluma, porque en aquel ejercicio de sumisiones prenderían vivas la adulación, cuyos destellos de parcialidad enturbiarían y desenfocarían otras realidades más humanas y objetivas. Ello sin embargo no resta ningún mérito al hecho de que el reino y especialmente la ciudad de León fueran capaces de hacer concentrar allí a tantas y tan granadas personalidades de entonces. Pero de ahí a que los personajes que allí acudieron «le prometieron obedecerle en todo y se hicieron sus vasallos tocando la diestra del príncipe para reconocer solemnemente la fidelidad que le debían», media un abismo de adornos y reajustes literarios que más estarían pensados para consumo interno y a posteriori, que objetivado por pautas más reales. El reino, pero sobre todo la ciudad de León como centro neurálgico de la máxima importancia entonces, ya se mostró fuerte y capaz para conseguir esta magna reunión o concilio que por sí misma proyectaba un interés de espectativas máximas y que la hacían acreedora a un respeto tan grande y coherente como la fuerza que emanaba de ella. Y eso sí es objetivo y demostrable de la impronta grande de una ciudad de peso e influencias proyectadas hacia el exterior. Y esas son también las consecuencias de la fuerza, el positivo eco posterior. Detalles del concilio regio El día establecido para estos eventos llegaron a la ciudad de León el rey Alfonso, su mujer Berenguela, la hermana del rey, Sancha, el soberano de Navarra, García y todos aquellos que el monarca había convocado, además de un sinnúmero de monjes y de clérigos (León era un solo y gran cenobio, nos ha contado en alguna ocasión Sánchez Albornoz), y una muchedumbre de gentes de más bajo rango, plebe, que habían acudido a la ciudad ávidos de ver y oír a las personas regias. El concilio debió de tener varias partes, porque se habla de que durante el primer día se reunieron con el rey en la iglesia de Santa María todas aquellas grandes personalidades y también quienes no lo eran, sesión en la que trataron cosas que la misma «clemencia de Nuestro Señor Jesucristo les sugiriese» y que fueran convenientes a la salvación de las almas de todos los fieles. Emperador en Pentecostés El segundo día de concilio debió de ser el más importante y coincidió con el día que se celebra la venida del Espíritu Santo a los apóstoles, o sea, un día de Pentecostés. En esta ocasión también todos, nobles y plebe, se reunieron en la iglesia de Santa María y allí «estando con ellos el rey García de Navarra y la hermana del soberano de León, siguiendo el consejo divino, decidieron llamar emperador al rey Alfonso», y esta decisión estaba sostenida en que le obedecían García de Navarra, Zafadola rey de los sarracenos, Ramón conde de Barcelona, Alfonso conde de Tolosa, y muchos condes y jefes de Gascuña y de Francia, aunque sobre esa obediencia y vasallaje ya hemos expresado nuestra opinión. Claudio Sánchez Albornoz y Aurelio Viñas nos narran también que la ceremonia de entronización de Alfonso VII como emperador consistió en «cubrirle con una capa óptima tejida de modo admirable, le pusieron sobre la cabeza una corona de oro puro y piedras preciosas, le entregaron el cetro y teniéndole del brazo derecho el rey García y del izquierdo el obispo Arriano de León, le llevaron ante el altar de Santa María con los obispos y abades que cantaban el Te Deum laudamus.» Antes de la ceremonia litúrgica se gritó viva el emperador y a él se le dio la bendición. A esto sucedió la misa y después todos regresaron a sus tiendas. Como solemnización de la ceremonia el ya emperador Alfonso ofreció un convite en los palacios reales, convite que fue servido por condes, príncipes y jefes, «y mandó repartir grandes sumas a los obispos, a los abades y a todos, y hacer grandes limosnas de vestidos y alimentos a los pobres». El tercer día de concilio se juntaron el emperador «y todos los otros» en los palacios reales como solían hacerlo, y trataron de los asuntos relativos al bien del reino y de toda España, dio a sus súbditos leyes y costumbres y terminadas estas cosas y disuelto el concilio marchó cada uno a su casa, gozosos y «cantando y bendiciendo al emperador», al que adulaban de la siguiente manera: «Bendito seas tú y bendito sea el reino de tus padres y bendito sea el Dios excelso que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos, el Dios que nos visitó y tuvo con nosotros la misericordia prometida a los que esperan en él.» En fin, volvemos a expresar que nos contagiamos antes y mejor por la normalidad razonada que por el exceso y la rimbombancia.