Fernando II, rey privativo de León
En el esquema organizativo que dispensó su padre, Alfonso VII, le correspondió el reino leonés
Rey de León, 1157-1188. Segundogénito de Alfonso VII y de Berenguela de Barcelona. Casó en primeras nupcias con la infanta portuguesa Urraca (1165), más tarde con Teresa (1178), hija del magnate gallego Fernando Pérez de Traba, y, por último, con la castellana Urraca López de Haro (1185 o 1187). A la muerte de su padre Alfonso VII, los amplios territorios que ocupaban los dos reinos desde la última unión (batalla de Golpejera, 1072), más las conquistas efectuadas sucesivamente por Alfonso VI en su segunda etapa, su hija Urraca y las propias del anterior, fueron divididas entre sus dos hijos. El primogénito, Sancho, heredó Castilla, mientras que a Fernando le adjudicaron las tierras de León y de Galicia. Se dejaba atrás lo que nosotros llamamos relevante impersonalidad y ambos reinos comenzaban nuevamente a caminar solos, sin cinchas ni corsés, sin aparatosas ligazones estratégicas ni zafias filosofías envolventes en la nada y que a la nadería llevaban al modificar y alterar, en el caso de la unión, la genuinidad y personalidad propias tanto de leoneses como de castellanos, unidos, eso sí, en un objetivo común, común también a todos los reinos cristianos peninsulares: la lucha tenaz y perseverante contra los musulmanes. Juntos, pues, como todos, aunque no revueltos, en la lucha que se sostenía desde la primera invasión (711), juntos en el ideal común de derrotar al intruso, juntos, en fin, al extender el cristianismo en detrimento del islamismo, pero separados por separadas afinidades, caracteres, particularidades. Nuevos tiempos, viejos recelos Regresaba de alguna manera la personalidad, la sintonía, la empatía y el reencuentro con uno mismo. Regresaban también las viejas disputas, sobre todo por las tierras origen de añejos conflictos, como las comprendidas entre los ríos Cea y Pisuerga, y el infantado de Medina de Rioseco, inmerso plenamente en este litigio. Tierras y súbditos que desde muchos años atrás eran disputados por ambas coronas, ahora puede que concedidas por Alfonso VII a Castilla, pero antes llevadas a ese reino por otras razones más convincentes (las armas), aunque menos razonadas. Regresaban, pues, las discordias y las beligerancias, las confrontaciones y un grado de recelo aumentado con el poso incómodo de los años que evidentemente propiciaba ambientes grises y ánimos en retaguardia. Hubiera podido creerse que venía la hecatombe armónica y que se rompía la casi secular «hermandad» con Castilla y la común a todos los reinos cristianos y por ende entre todas las gentes cuya predisposición era la de proyectar un efecto óptico similar, pero nada de esto era cierto. Cada cual recuperaba su ser, se rehacía a sí mismo, y esas discordias y desajustes nunca podían entenderse como resultado de un desarreglo cuyo origen pudiera estar en la división, que además no era tal, sino un reajuste identitario, sentimental, afectivo, pues la unidad nunca fue la panacea de la convivencia ni de un desarrollo homogéneo, como plantas distintas que desde distintas raíces se alimentan vivificando después, solas, su independiente esplendor. La unidad no era más que la prolongación del sueño, del sopor, la continuidad de una agonía que restaba personalidad, vida, y acercaba cada vez con mayor mal presagio la relevante impersonalidad, la apatía, el no saberse ni de dónde ni de quién, la apersonalidad como derrumbe moral y social convertida en esa especie de enterrador de ilusiones y de inquietudes que uno tanto ha reconocido por aquellas tierras.