Diario de León

El ocaso de la identidad regia

«Desde que se perdió el horizonte que marcaba la personalidad, no tuvimos meta, ni tampoco sustancia singular que ofrecer, ni defender, después nos dejamos llevar, como la hoja muerta»

Publicado por
C. Santos de la Mota
León

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Pero Alfonso VIII, tras la severa derrota de Alarcos por querer ir sin ayuda, se apeó momentáneamente de su megalomanía, inclinación muy proclive por las influencias de los aires castellanos, tan duros y ásperos y tan suficientes de pura arrogancia en la mayoría de los casos, se desprendió de parte de su orgullo y pidió auxilio al monarca catalano-aragonés, Pedro II, para atacar al reino de León, además de al navarro. En el flanco contrario, mientras tanto, los portugueses hacían lo propio y ya se habían apoderado de Tuy y de Pontevedra. Las dentelladas de uno y de otro, pero sobre todo más las que venían de Castilla que ninguna otra, obligaban nuevamente a buscar una solución de compromiso. Y esta vez, puesto que Alfonso IX había sido separado de su matrimonio mediante mandato papal, por lo tanto, legalmente apartado, su compromiso de matrimonio lo hacía esta vez con Berenguela (1197), hija mayor de Alfonso VIII, quien llevó a León como dote las plazas fronterizas en litigio. Venía la paz en el lado este del reino. No obstante Alfonso IX siempre miraba de reojo a Castilla, había razones suficientes, pese a tener a su homólogo el rey castellano por suegro, o quizá por ninguna otra razón más que por esa misma. Y al pacificar relativamente el lado este del reino, Alfonso IX recuperó el aliento y las fuerzas y en 1199, al no devolverle los portugueses las plazas ocupadas en Galicia, invadió él parte del norte de Portugal, sitiando Braganza, mientras que las huestes del rey Sancho I de aquel reino respondían de la misma manera en Ciudad Rodrigo (Salamanca). Pocos años más tarde (1203) el matrimonio de Alfonso IX con Berenguela fue arrancado de cuajo por el Papa Inocencio III, a quienes criticó y además excomulgó por estar casados y ser parientes cercanos. Alfonso IX se convirtió en esos momentos en uno de los hombres más excomulgados de toda la historia; llevaba ya en su bagaje nada menos que un par de ellas en un tiempo récord de más o menos siete años, y así y todo siendo rey. León, de todas maneras, parece que no tenía el mismo «peso» que Castilla entre las faldas púrpuras de los sobrecogedores hombres de la iglesia de Roma. Naturalmente esta nueva circunstancia hizo que resurgieran de nuevo las hostilidades con Castilla a causa de las plazas fronterizas que Berenguela había llevado como dote a su casamiento, y nuevamente, como tantas veces, los Campos Góticos se teñían de sangre. Zancadillas mutuas Pero el creciente peligro almohade hizo que ambos reyes firmaran un tratado de paz llamado de Cabreros (26 de marzo de 1206), localidad que nosotros, honestamente, no hemos podido ubicar. Pudiera tratarse de Cabreros del río (León), Cabreros del Monte (Valladolid) o cualquier otro lugar que no podemos ni sabemos sospechar. Alfonso IX, sin embargo, se mantuvo al margen y no participó en la batalla de las Navas de Tolosa (6 de julio de 1212), debido a que puso como condición previa a esa ayuda a Castilla la devolución de las plazas leonesas usurpadas por los castellanos, pero no se conformó sólo con eso, sino que aprovechó esta circunstancia para ocupar algunas de esas fortalezas, lo que desde todo punto de vista no era más que la prolongación de un juego lógico de zancadillas mutuas, al que el castellano jugaba, precisamente, mejor que nadie. Alfonso IX expandió su reino hacia el sur; tomó Alcántara (1214), Valencia de Alcántara (1221), Cáceres (1227), Montánchez y Mérida (1230), Badajoz y Elvas (Portugal), mientras en el interior del reino nacían nuevas poblaciones, como La Coruña, Rueda (Valladolid) o Puebla de Sanabria (Zamora). Alfonso IX fue también el fundador de la Universidad de Salamanca (1214), y aunque en el tratado de Cabreros se hacía referencia a que Fernando, hijo suyo habido con Berenguela, podía heredar el trono de León, él, fiel a su línea política hostil a Castilla, designó como herederas del reino a sus dos hijas habidas de su primer matrimonio con Teresa de Portugal, Sancha y Dulce (una de ellas parece que estaba en tratos de casamiento con Jaime I de Aragón y Cataluña, pero el matrimonio no se consumó), quienes en un principio se hicieron cargo del reino conjuntamente, lo que motivó las disputas legendarias repetidas y hasta la aproximación de una guerra civil que pudieron evitar poco a poco por medio de un arreglo tratado en Valença do Minho (Portugal) entre Teresa, madre de las infantas, y Berenguela, madre de Fernando, ambas dos, esposas (1191 y 1197, respectivamente) de Alfonso IX. No obstante, la inclinación del clero y de parte de la nobleza, hicieron que el devenir siguiente fuera la unidad como vuelta, una vez más, a una relevante impersonalidad que acrecentaba más la influencia castellana, que mermaba más aún el poder y la singularidad de León, y de la que se extraería en los siglos venideros una resaca de depresión y de apersonalidad que aún enturbia nuestros ojos y niebla nuestras mentes. El reino se marchita Desde que se perdió el horizonte que marcaba la personalidad, no tuvimos meta adonde llegar, ni tampoco sustancia singular que ofrecer, ni defender, y después el bagaje fue vaciándose, y, luego, simplemente, nos dejamos llevar, como la hoja muerta del árbol que es obligada a bailar de aquí para allá sones impensados mientras, aferrada, se nutría de la vida del árbol vigoroso. Así quedaban las tierras del reino, rotas, débiles y vulnerables. Y así las instituciones y sus representantes, meros comparsas y cómplices de una degradación identitaria galopante, ronroneando complacidamente las chirriantes músicas que venían desde más allá. Y las gentes, adaptándose con más o menos credulidad, como siempre, al nuevo orden de eso que hemos llamado la relevante impersonalidad.

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