Diario de León

Psiquiatra y escritor

«Las personas que son de verdad inteligentes no odian a nadie»

El psiquiatra y académico de la Lengua se enfrenta a sinsabores profesionales y a la muerte de cinco de sus siete hijos en la segunda parte de su completa autobiografía

Carlos Castilla del Pino es psiquiatra y miembro de la Real Academia de la Lengua

Carlos Castilla del Pino es psiquiatra y miembro de la Real Academia de la Lengua

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Tomás García Yebra - madrid
León

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Barojiano en la manera de escribir y cortante en la forma de expresarse, el psiquiatra y académico de la Lengua Carlos Castilla del Pino (San Roque, Cádiz, 1922) acaba de publicar Casa del Olivo. Autobiografía (1949-2003) , la segunda parte de sus memorias. Si en la primera entrega, Pretérito imperfecto -galardonada con el Premio Comillas-, repasaba su infancia y juventud, en esta segunda se enfrenta a la madurez, unos años en los que no faltaron el aislamiento por cuestiones ideológicas y las frustraciones profesionales. «Lo que más ambicionaba, la cátedra de psiquiatría, me fue negada una y otra vez». También se enfrenta a la muerte de cinco hijos (tuvo siete) y a conocidos personajes con los que tuvo encuentros y encontronazos. Todos quedan retratados en las 500 páginas del libro. -La crítica le ha reprochado que el único que se salva de la quema en esta segunda entrega es usted. -A lo mejor es porque miento. -¿Es así? ¿Miente? -No tengo esa fea costumbre. En cualquier género literario puedes adulterar la realidad, pero en una autobiografía tienes que ser veraz; si no, no tendría sentido escribirla. Yo soy veraz, en todo momento, lo cual no significa que sea verdadero. Mis opiniones sobre unas personas o unos hechos pueden ser diferentes, e incluso contradictorios, de los testimonios de otros testigos que también pasaban por allí. -Hay muchas páginas del libro dedicadas a Córdoba. En esta ciudad ejerció la psiquiatría durante 38 años y la guía que utilizó para recorrerla fue la novela 'La feria de los discretos?, de Pío Baroja. A Baroja le cita con frecuencia ¿Tan hondo le caló el escritor vasco? -He leído y releído constantemente a Baroja. Su forma de narrar me gusta mucho. Es sencilla, directa, muy eficaz. Baroja personifica a los seres animados e inanimados y eso los acerca al lector. La feria de los discretos es una de las mejores guías que se han escrito de Córdoba. Guía, naturalmente, que no incluye bares, ni cines ni restaurantes. -¿Le llegó a conocer? -Sí. Cuando yo estaba estudiando primero de Medicina le paré en la calle. Se asustó porque pensó que era un policía. Estuvo muy amable y me invitó a su tertulia de la calle Ruiz de Alarcón. Pero no fui. Era muy joven y me daba vergüenza. -Una de los peor parados en su libro es Pedro Laín Entralgo. -Era un hombre limitado intelectualmente. Sus libros son pesados. Pesadísimos. No conozco a ninguna persona que haya leído un libro de Laín de tapa a tapa. -¿Y como persona? -Quería ser bueno habiendo sido malo; quería hacer el bien continuando haciendo el mal. Por un lado decía que el régimen de Franco no podía continuar así, que debía abrirse, pero no terminaba de romper el nudo que le tenía atado a la dictadura. Quien estaba al lado del régimen conseguía muchos favores personales y profesionales. Eso debió de pesar en las decisiones de Laín. -También, por lo visto, en las de López Ibor. -También, también. Pero el caso de López Ibor es distinto. Él venía de Acción Nacional, una organización de derechas, y se encuentra que al acabar la guerra hay muchos vacantes y puestos por cubrir. Fue un hombre muy ambicioso que supo aprovechar la coyuntura. Personalmente fue un hombre desgraciado. -En ocasiones, según dicen, López Ibor bordeó la ilegalidad. -Subirse al tren del pelotazo , en cualquier época y lugar, siempre es una tentación. Según la catadura moral de cada cual, unos se suben y otros, por el contrario, no. -Tuvo siete hijos y se le murieron cinco. Uno de ellos, una chica, se suicidó. ¿Se ha sentido alguna vez culpable o responsable de tanta desgracia? -Lo que tenía que decir lo he contado en el libro. -¿Podría resumirlo? -Resúmalo usted. Lea esas páginas y lo resume. -Se enfrentó a su padre porque era muy estricto. Incluso llegó a decir que la muerte de su progenitor fue para usted una liberación. Luego, curiosamente, le ofrece a sus hijos esa estricta educación que no quiso para usted. -Esto, también, si quiere, lo puede resumir. Lo cuento en «Pretérito imperfecto», en el primer volumen, y en este segundo. -Una de sus grandes frustraciones fue no conseguir la cátedra de psiquiatría durante su juventud. Se la concedieron en 1983, tres años antes de jubilarse. -Profesionalmente fue la mayor frustración de mi vida. Creo que podría haber desarrollado un buen trabajo, pues tenía un proyecto de escuela de psiquiatría concreto que hubiese funcionado. Pero un catedrático, en aquella época, era un pequeño dios y el régimen se aseguraba de que fuera gente adicta. Gente sumisa a la que pudiera manejar. -¿Ha llegado a odiar a alguien? -No. Los psiquiatras sabemos que las personas inteligente no odian. Es un sentimiento estéril con efecto bumerán. Odiar desgasta terriblemente. Te desgastas en nada. -Lo que ocurrió el otro día en el Bernabéu: miles de gargantas imitando el sonido del mono cada vez que cogía el balón un jugador inglés negro ¿qué calificativo le merece? -Nada. Son mecanismos de psicología colectiva que están muy estudiados. Muchas de esas personas, con toda seguridad, seguro que son buenos padres de familia y trabajadores honrados. Un estadio de fútbol tiene sus propias reglas que desaparecen cuando desaparece ese micromundo.

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